ESA SILLA TIENE
DUEÑO.
Daisy Reed
Lo odié nada más mirarlo. ¿Cómo es que una persona tan
atractiva podía ser tan desagradable? Ese hombre era un desperdicio.
Mi madre siempre había dicho que tuviera cuidado con quienes
me caían mal, pues los polos opuestos suelen atraerse. Siempre me reí, jamás creí
que pudiera resultar cierto.
Esta es la historia del amor de mi vida, un hombre increíble…
pero que también es un dolor de muelas el condenado. Ni siquiera puedo creer
que esté planteando el casarme con él.
Durante mucho tiempo me había resistido, siempre creí que
eso era para mi madre o para otras esposas de alcohólicos. Pero ella insistía
cada viernes en invitarme a las reuniones de apoyo para familiares de alcohólicos.
A mi no me gustaba ir a esas reuniones. Y sigo pensando lo mismo. Pero después
de casi un año de que mi madre me insistiera, accedí.
Así pues, llegué a la hora convenida al lugar indicado. Pero
mi mamá aun no llegaba. Yo salí del trabajo sin ánimos de ir al lugar, pero
como ya le había dado mi palabra a mamá tuve que “apechugar”*. Llegué sin
saludar a nadie, no conocía a ninguna persona ahí presente, y me busqué la
silla más lejana. Aquella que siempre está en un rincón olvidado y que suele
ser utilizada por los alumnos más problemáticos, supongo que para que el
profesor no se percate de las fechorías que ellos cometen.
Tenía alrededor de quince minutos de haberme instalada en la
silla y la reunión aun no empezaba. Yo estaba sentada en el rincón sin
conversar con nadie, mientras observaba como los demás asistentes platicaban,
se abrazaban y bebían café.
Yo no suelo beber café, porque contrario a lo que le sucede
a las demás personas, a mí el café me da somnolencia. Pero no podía seguir moviéndome
como gusano sobre la silla. Así que al final opté por ir por un café y unas
cuantas galletas, ya que de todas maneras, ya habían pasado más de cinco horas
desde que había almorzado a medio día.
Yo venía con un vasito blanco con café y unas galletas en la
mano, cuando lo vi. Y si, lo odié.
Resulta que el caballero agarró mi bolso que estaba sobre la
silla que yo estaba ocupando, y la dejó caer al suelo como si de un costal de
patatas se tratase. ¿Quién rayos se creía? Además, en el lugar había como
cincuenta sillas más que estaban desocupadas ¿Por qué tenía que sentarse
precisamente en la que yo había elegido?
Caminé directo a él, empuñando el vaso con café caliente
como si fuera un arma, furiosa, y
dispuesta a pelear por esa silla, sin importarme que el caballero en cuestión
debía medir como medio metro y pesar como cuarenta kilos más que yo.
– ¿Qué cree que hace? – pregunte molesta.
Y mi molestia se convirtió en ira cuando simplemente me vio,
se rió y cruzó su pierna por encima de la rodilla.
– Me estoy poniendo cómodo ¿Qué no se nota?
Debió notar que enfurecí, porque rió abierta y
socarronamente.
– Pues póngase cómodo en otra silla – dije casi
gritando. Yo no quería perder la silla más apartada, en el lugar más escondido,
donde seguramente pasaría desapercibida.
– ¿Y por qué habría de hacerlo? Esta es la que
me gusta – me contestó fijando sus ojos negros sobre los míos.
– Pues porque esa ya estaba ocupada, es la mía.
– No señorita, cuando yo llegué la silla no
estaba ocupada – rebatió él.
– ¿Cómo puede decir eso? Si lo vi quitando mi
bolso de la silla.
– Un bolso no es una persona. No cuenta como
ocupado.
– Es usted imposible. Quítese, me voy a sentar.
La sonrisa que cruzó su rostro me dejó a las claras lo que
pensaba de mi último comentario.
– Pues no me voy a quitar. Si quiere sentarse,
hágalo, pero no respondo.
Yo estaba indignada. No podía creer lo que estaba
escuchando. Ese tipo era un… un…
Y además hacía que no pudiera pensar coherentemente.
Cuando el miró que yo tomaba mi bolso del suelo y me
disponía a sentarme lo más alejada posible de él, me detuvo.
– Espere ¿es la primera vez que viene a estas
reuniones? – quiso saber él, estuve a punto de no contestarle.
Sentía mis
mejillas arder de la furia.
– Sí – terminé por responder.
– ¡Ah! Eso lo explica.
– Explica ¿Qué?
– Explica que usted lo ignore.
– Que ignore ¿Qué? ¿Acaso usted está jugando
conmigo? Ya diga lo que quiere decirme.
– Pues que usted ignore que esta silla tiene
dueño.
– ¿Usted la compró? – pregunté ahora con sorna.
– No, pero tengo derecho de antigüedad. Llevó
sentándome en ella por casi dos años, cualquiera se lo puede confirmar.
Yo lo miré sin creerlo, pero el café en mi mano ya estaba
frio y el anfitrión de la reunión ya estaba por empezar a hablar, así que solo
me giré dispuesta a marcharme. Fue el ruido chirriante de otra silla al ser
jalada lo que me detuvo.
– Pero puede sentarse junto a mí, la compañía
de una linda dama siempre es bien recibida – me dijo sonriendo sinceramente por
primera vez.
Fue cuando lo entendí. Los polos opuestos realmente se atraen.
* Aceptar con desgana, desagrado o a la fuerza.