Capítulo I
Matthew Jefferson no sabía por qué había aceptado
asistir a esa cena. Bueno, sí. Sabía que era porque su adorable madre, Abygail
Jefferson, había estado insistiendo todo el mes para que eso sucediera. Al
grado de haberse ido desde Roostvalley, Oklahoma a Boston, Massachusetts a
pasar la navidad.
Tenía ganas de ver la nieve, había dicho ella. Pero
Matthew no se había tragado ese cuento tan fácilmente. Intuía que había un
motivo oculto, y en ese momento estaba sospechando que no se trataba solo de
negocios.
– Madre – intentó persuadirla él – no necesitamos
viajar hasta Boston, los compradores que tenemos ya conocen nuestra calidad.
– No se trata de eso, hijo, se trata de hacer nuevos
clientes – contestó ella– hay uno en especial que quiero que conozcas.
Matthew, mejor conocido en el círculo de ganaderos
como Jefe Jefferson, sabía cuando había perdido una batalla y, no había tenido
más remedio que aceptar. Así que ahí estaba, la víspera de navidad, junto a su
madre y a un excéntrico anfitrión que no dejaba de hablar de las bondades de su
hija.
Con tanto halago del padre, seguro sería un adefesio
la pobrecilla.
Había pasado poco más de una hora desde que llegaran a
la casa del posible cliente, situada en una zona exclusiva de Boston, cuando el
anfitrión, de nombre Douglas Connor, había anunciado que su pequeño retoño los
había dejado plantados. Así que la chiquilla además de fea, era maleducada.
La cena transcurrió sin ningún percance, pero poco
antes de marcharse, Douglas los invitó a pasar a su estudio a tomar una copa.
Abygail se disculpó un momento, aludiendo que tenía que ir al tocador.
Matthew estaba por comenzar la discusión sobre su
ganado, al parecer el señor Connor estaba interesado en que el Rancho Ganadero
Kent, apellido de soltera de su madre, se convirtiera en su nuevo proveedor
para los restaurantes de los Hoteles Connor, cuando el teléfono móvil de Douglas Connor empezó a
sonar.
– Discúlpame un momento, Matthew, es importante – dijo
Douglas saliendo del estudio.
Matthew no entendía la situación. No habían charlado
ni un solo segundo acerca de negocios. Lo único que habían hecho Douglas y
Abygail, era hablar maravillas de la pequeña Liz. Solo esperaba que no fuera
cierto lo que estaba pensando.
Porque según el rumbo de las cosas, pareciera que querían
endilgarle a ese “dechado de virtudes”. No pasó mucho antes de comprobarlo.
Estaba por pararse para, educadamente, despedirse,
pretextando una emergencia en el rancho, cuando el teléfono del estudio comenzó
a sonar. Después de unos segundos, la contestadora se accionó. No sabía si era
porque ese teléfono era una línea directa, o porque si solo él lo había
escuchado timbrar.
Una voz familiar saltó del aparato.
– Hermano,
espero que las cosas marchen bien. No me he podido comunicar con Abby. Espero
que Matt y Liz hayan congeniado. Y ya sabes, si hay boda, espero que sea en el
rancho Connor y no en el Kent. Hace tanto que no veo a mi Lizzy. Serán una
pareja perfecta. Llámame en cuanto escuches el mensaje, Evelyn.
Casi se atragantó con el whisky, ya sabía él que había
gato encerrado. Pero no le iban a endosar a esa señorita. Ni loco que
estuviera.
Así que salió del estudio lo más tranquilo que pudo y
esperó a su madre y a Douglas en el recibidor. Apenas podía creerlo. Así que
Abygail, Douglas y la misma Evelyn Connor, dueña del rancho contiguo al suyo en
Oklahoma, estaban haciendo de casamenteras.
Claro, era de esperarse que Evelyn hubiera
influenciado a su madre. Abygail y ella eran muy amigas. Sobre todo desde que
ambas enviudaron casi al mismo tiempo. Seguro, en alguna tarde de esas en las
que Evelyn pasaba a su rancho, o en las que su madre iba de visita al de ella,
había salido a colación que la sobrina fea de Evelyn estaba buscando marido.
Y qué mejor que el tonto de Matthew Jefferson, al que
ya le habían cancelado dos bodas, con dos mujeres distintas.
Deben haber pensado que sería presa fácil. Pero si
algo había aprendido de esos dos compromisos fallidos, era que no se podía
confiar en las mujeres. Y desde hacía tres años, prefería tener un romance casual
con Mary Alice Jenkins, la dueña de la taberna del pueblo. Ni ella ni Matt
querían nada en serio y ambos, teniendo eso muy claro, eran muy felices.
Así que no lo iban a casar con una chiquilla, que de
seguro era fea y malcriada.
– Matt – dijo Douglas interrumpiendo sus pensamientos,
me hubieras esperado en el estudio, seguro es más cómodo.
– No te preocupes, Douglas, estoy bien. Además salí a
buscarte porque me temo que tengo que marcharme – mintió Matthew.
– ¿Sucedió algo?
– Lamentablemente, si. Me acaban de llamar del rancho,
al parecer hay unos asuntos que requieren mi presencia de inmediato y no puedo
quedarme más tiempo en Boston.
– ¿Cómo? – preguntó Abygail que en ese momento bajaba
por las escaleras y escuchó la excusa que daba su hijo.
– Lo siento, madre, pero así es. No podré quedarme
toda la semana como te lo había prometido. Pero tú sí, quédate, disfruta de
estas “vacaciones” y la semana entrante mandaré por ti.
– No sé hijo, no creo que deba quedarme sola.
– Tonterías, Abygail. No estarás sola, seguro mi hija
podrá hacerte compañía. Así podrán conocerse mejor.
– Siendo así…
– Bien, ahora creo que será mejor que nos marchemos –
dijo Matthew – saldré esta misma noche, para llegar lo más pronto posible a
Oklahoma.
– ¿Tan grave es, hijo?
– Gravísimo, mamá. Douglas, gracias por la cena –
Matthew extendió la mano para apretársela – espero que pronto podamos hacer
negocios.
Matthew sabía que el Rancho Connor era el que proveía
de carne a los Hoteles Connor y sabía que ese asunto de que Douglas fuera un
potencial cliente, solo había sido una charada para sacarlo de su rancho y
hacerlo conocer a Liz Connor.
– Seguro podremos arreglar algo, tu madre y yo.
– Sí, seguro – comentó él, sabiendo que no se refería
al ganado precisamente.
Y con un apretón de manos Matthew se despidió.
Esperando no volver a ver a ese hombre ni conocer a su hija jamás.
****
Para Liz Connor, aquella navidad había sido la más
terrible de todas. Había estado ilusionada por hacer que Andrew Sullivan se
enamorara de ella. Se había acercado a él, lo había visitado en innumerables
ocasiones al trabajo, habían bailado juntos, se había puesto sus mejores ropas,
inclusive lo había dejado en paz un par de semanas, para que la echara de
menos. Había usado todos los trucos de seducción que conocía y nada había
funcionado.
No entendía por qué Andrew era inmune a sus encantos.
Hasta esa noche.
Fue una casualidad del destino encontrarse esa navidad
con él en Haverhill. Fue otra casualidad que Andrew se quedara en casa de los
Coleman a pasar la navidad. Fue una casualidad más grande aun que ella lo
encontrara en la cama con otra persona. Lo que no era casualidad era que no
había sido con otra mujer.
Liz Connor había encontrado a Andrew, el hombre que
creía el amor de su vida, en la cama con Dominic Coleman. Liz quería a Dominic
como si fuera su hermano. Por eso el engaño dolía más.
Ni siquiera podía llorar, sentía un ardor en el pecho
y un dolor en el estómago. Era como si algo dentro de ella se hubiese apagado.
Ninguno de los dos la miró, estaban demasiado
cansados, dormidos, uno en brazos del otro, después de una tórrida noche de
pasión. Una noche de pasión que debió haber sido la de Liz con Andrew.
Ninguno fue honesto con ella. Liz no se hubiera
ilusionado con Andrew, de haberse enterado que él y Dominic eran pareja. Pero
claro que entendía el por qué lo habían ocultado. Seguramente querían proteger
la reputación de Dominic. Un hombre varonil, el soltero más cotizado de Boston,
con miles de mujeres a su alrededor. Y era gay.
Probablemente no querían que nadie se enterase, seria
pasto de las habladurías. Comidilla de los diarios amarillistas y de las
revistas del corazón. Por esa misma razón ella no había dicho nada. Además de
que no quería lastimar a Ann, la madre de Dominic. Ni a Ashley, su hermana,
pero sobre todo a Dominic padre. Sería un terrible golpe para ellos.
Por ello, esa mañana, había tomado las pertenencias
con las que había llegado a Haverhill y, sin despedirse de nadie, excepto de
Ann, había pensado en retirarse de esa casa. Pero no fue así. Justo cuando
estaba por tomar las maletas, miró que Andrew caminaba por el pasillo,
dispuesto a bajar las escaleras.
Le dolió ver a Andrew en la escalera al irse, no quiso
ni voltear a despedirse, sentía que podía mirarlo besando a Dominic y eso le
partía el corazón. Así que hizo lo que creyó más prudente, se fue sin volver la
vista atrás.
Pero si creía que nada peor estaba por suceder, se
equivocaba. Su día estaba por estropearse aun más.
Se bajó del coche color negro que había mandado pedir
para regresar a casa. Su padre no la esperaba en Boston hasta después de Año
Nuevo, ya que le había dicho que se quedaría en Haverhill con los Coleman a
pasar las fiestas.
Douglas y ella habían discutido la tarde anterior, su
padre quería que Liz pasara la víspera de navidad con él. Tenía importantes
invitados a cenar, le había dicho, pero ella se había negado.
Inicialmente, Liz solo había ido a Haverhill a visitar
a los Coleman y a llevar unos presentes de navidad, había quedado en volver esa
misma tarde a Boston y cenar con su padre. Pero los planes cambiaron cuando
Andrew llegó. Andrew era el motivo por el cual Liz se había auto – invitado a
la cena de los Coleman. Y no solo a la cena, había pensado quedarse todo el
tiempo que Andrew estuviera ahí.
Incluso, esa misma noche, había decidido seducirlo. Se
había puesto un negligé negro y había entrado a hurtadillas a la recamara de
Andrew. Casi se fue de espaldas al verlo dormido, desnudo y abrazado a la
musculosa espalda de Dominic.
Esperaba que su padre no estuviera demasiado molesto
con ella. A Douglas le gustaba que Liz fungiera como anfitriona desde que su
madre muriera cinco años atrás. Pero tampoco podía decirle el motivo por el
cual no había estado en la cena. Ya bastante tenía con sus reproches cada vez
que salía con un chico nuevo, como para ahora decirle que se había quedado con
los Coleman solo por Andrew.
La última vez que Liz salió en las revistas del
corazón, ebria y en brazos de su nueva conquista, Douglas había amenazado con
internarla en un convento. Estaba cansado de sus escándalos, le había dicho,
que en los últimos años se habían cuadruplicado.
Era cierto lo que su padre decía, le gustaban los
chicos, las fiestas, y la música fuerte, pero no por esa era una descocada. De
vez en cuando se le pasaban las copas, pero tampoco era una alcohólica. Su
padre no entendía que ella quería disfrutar la vida antes de morir. No es que
estuviera desahuciada, simplemente la vida se iba de pronto, sin que te dieras
cuenta.
Y Liz había pensado en cambiar. Había creído que con
Andrew podría formar una familia y vivir la vida disfrutándola de otra manera.
Pero Andrew no era lo que ella había pensado.
Liz debió haber notado que ella no le interesaba, que
era amable solo por compromiso. Porque era la amiga de la hermana menor de
Dominic, no por que estuviera interesado en ella.
El viaje desde Haverhill la había dejado terriblemente
cansada. Así que decidió que solo avisaría a su padre que había regresado y se
marcharía a dormir. Tal vez discutirían después de que ella se despertara, pero
seguramente su padre se quedaría más tranquilo cuando le dijera que ya no se
iría de juerga como antes y que inclusive estaba pensando en volver a la
universidad.
El chofer dejó la maleta en el piso del recibidor, la
mansión de los Connor estaba en Beacon Hill, un poco más al este que la casa
que Dominic tenía en Boston, pero podía decirse que eran vecinos.
Escuchó a su padre en el estudio que tenía a la
derecha del recibidor, un poco antes de la escalera. Iba a tocar la puerta,
pero la notó entreabierta, estaba por hablar cuando escuchó su nombre en la
conversación que su padre sostenía por teléfono.
Sabía que no debía escuchar la plática, pero no pudo
evitarlo, la curiosidad la hizo acomodarse a un lado de la puerta y pegar el
oído a la madera para tener una mejor audición.
Lo que escuchó la dejó helada.
Su padre le estaba concertando un matrimonio por
conveniencia. Prácticamente la estaba vendiendo a la madre de algún cretino.
– Lamento lo sucedido, Abygail. Espero que Matthew y
Liz puedan conocerse pronto. No sé qué sucedió. Ella había quedado muy formal
de venir a cenar. No sé por qué me canceló en el último momento.
Hubo una pausa. Seguramente la tal Abygail le contestó
algo. Pudo ver a su padre a través de la rendija de la puerta entreabierta.
Douglas sonrió, haciendo que unas arrugas se marcaran en sus ojos.
– Si, también es una pena que Matthew se haya tenido
que regresar tan pronto. No, no te preocupes, espero que antes de un mes puedan
conocerse.
Liz no podía escuchar lo que la mujer contestaba a su
padre, pero seguramente trataba de hacer que su hijo pareciera una maravilla a
ojos de Douglas. No quería creer lo que estaba pasando ¿Quiénes se creían para
decidir por ella?
– No te preocupes, ella hará lo que yo diga.
Hubo otra pausa. Liz se estiró todo lo que pudo, pero
su padre había caminado hacia la ventana y no pudo escuchar lo que había
contestado. Sonrió, contestó otra vez y volvió a girarse. Sacó unos papeles del
escritorio y después de leerlo en silencio hubo otra pausa. Mataría por ser el
pisapapeles en el escritorio, quería escuchar más.
Su padre cerró la carpeta y se levantó, caminó hacia
la puerta, Liz apenas tuvo tiempo para moverse y que no la viera.
– Ok, entonces serán dos millones de dólares. – le oyó
decir a su padre antes de que éste emparejara la puerta.
¿Dos millones? Eso valía ella, eso valía Liz para su
padre. ¿El poder deshacerse de ella, de sus rebeldías y escándalos, le costaría
a su padre dos millones?
El dolor que sentía en ese momento, fue mucho peor que
descubrir a Andrew con Dominic.
Su padre la estaba vendiendo. Solo Dios sabía con qué
clase de hombre le había concertado el matrimonio.
Subió a su cuarto sin hacer ruido. Se dejó caer en la
cama perfectamente hecha y se enterró en medio de la docena de almohadones. No
podía creer lo que estaba sucediendo. ¿Por qué nadie la quería?
Esta vez tampoco lloró. Le escocían los ojos y el
hueco que sentía en el estómago se le había ensanchado. Aun así no podía
llorar.
No quería estar en esa casa con su padre, pero tampoco
podía regresar a casa de los Coleman. Allá estaban Dominic y Andrew y no podría
enfrentarlos. No en ese momento ni en ese estado.
Entonces pensó en la única persona que tenía en el
mundo, además de su padre, su tía Evelyn.
Su tía, hermana de Douglas, tenía un rancho en
Oklahoma, hacia casi diez años que no la visitaba, pero seguro la recibiría. Ya
no volvería nunca más a casa de su padre.
Ni siquiera tuvo que deshacer la maleta que ya tenía,
aun así hizo otras dos más, puesto que pensaba pasar el resto de sus días en
Oklahoma. Liz se marchó de casa sin siquiera despedirse. Su padre, seguramente
se sorprendería al saber que ya no estaba en Haverhill. Le llamaría después, ya
que el dolor y decepción que sentía disminuyeran.
Casi una hora después, ya estaba abordando el vuelo
que la llevaría a su nuevo hogar, con su tía Evelyn.
Cuando optó por ponerse un vestido volado negro con
lunares blancos, medias negras y zapatillas de tacón alto, no imaginó que su
traslado hasta Roostvalley sería tan accidentado.
Todo iba muy bien, hasta que en el aeropuerto de
Oklahoma City le habían dicho que Roostvalley estaba a unas 80 millas al sureste
y que para poder llegar tendría que transbordar. Según el conductor de un taxi,
estacionado a las afueras del aeropuerto, tenía que tomar una avioneta que la
acercara lo suficiente como para tomar un caballo que la llevara a la estación
de autobuses más cercana para poder llegar a la población.
La cara de Liz no pudo haber sido otra que la del
terror. Ella jamás había montado a caballo sin su traje de amazona, y por Dios
que no lo haría con ese vestido Chanel de veinte mil dólares.
Esperando que el conductor del taxi que le había dicho
eso solo estuviera bromeando, decidió preguntar en uno de los stands apostados
en la terminal aérea.
Desgraciadamente, era verdad. No había ningún vuelo
comercial que viajara a Roostvalley o a algún aeropuerto local. Debía tomar una
avioneta que la llevaría al aeropuerto de McAlester y de ahí buscar algún
transporte que la dejara en Roostvalley.
–Tiene que ser una broma – dijo Liz para sí misma.
La trabajadora del aeropuerto que le había dado la
información, le sonrió a modo de disculpa.
Así que quince minutos después, estaba sentada sobre
una pequeña avioneta rumbo a McAlester. Liz jamás había estado en ese lugar.
Pero sonaba demasiado lejos de Oklahoma City.
La última vez que había estado en Oklahoma, había sido
más de nueve años atrás. Había ido al Rancho Connor en Roostvalley, al funeral
de Joseph Gordon, el esposo de su tía Evelyn.
Y Según recordaba, lo había hecho a bordo del jet
privado de su padre. Simplemente se había dormido durante el vuelo y al llegar
al hangar que estaba en la propiedad de su tía, simplemente se había bajado del
jet.
Jamás se hubiera imaginado que sería tal odisea viajar
otra vez a ese lugar.
Después de varias horas de vuelo, habían aterrizado en
McAlester, y tras varios minutos de negociar con un taxista, habían llegado a
un acuerdo razonable sobre la tarifa hasta Roostvalley.
Se bajó del taxi adolorida. Sentía un nudo en la
espalda. Mejor dicho, su espalda era un nudo. Como Liz no sabía la dirección
exacta de su tía, el taxista la había dejado en la estación de autobuses
locales. Se había quedado parada en mitad de lo que ella creía, era la entrada
a la estación. Mala idea. En cuestión de segundos había sido ensuciada con la
mitad del polvo de la ciudad.
Ahora, los lunares de su vestido ya no eran blancos,
sino marrones. Al igual que su cabello que hasta hace poco había sido rubio.
Tosió un poco y se sacudió el rostro con el guante que
se había quitado dentro del taxi. A pesar de ser diciembre el calor era
insoportable. No podía creer que hasta esa misma mañana, había estado pisando
nieve en Haverhill. Y una vez más, pensaba en que haberse puesto ese atuendo,
había sido un error. Subió las maletas a la acera y sacó su móvil. Tal vez su
tía no le había entendido esa misma mañana, cuando le había hablado para
decirle que iría hacia Roostvalley a pasar una temporada con ella.
Y como no había podido comunicarse con ella antes de
salir de Oklahoma City, esperaba que ésta vez sí atendiera el teléfono.
Capítulo II
Evelyn Connor, madura mujer educada y bastante
mesurada, casi nunca decía maldiciones. Casi nunca.
– ¡Maldición! – gruñó pateando el neumático pinchado
de su Toyota pick up.
Su sobrina Liz la había llamado esa mañana para
notificarle que había decidido pasar una temporada en su rancho. Evelyn casi
había saltado de alegría al oírla.
Cuando Abygail le había llamado la noche anterior para
contarle que Matt había salido casi huyendo de Boston, había pensado que un
encuentro entre Liz y Matt era casi imposible. Pero no.
Ahí estaba la pequeña Liz viajando para ir al
encuentro de Matt. No podía ser mejor. Exceptuando que iba tarde a recogerla.
Nunca imaginó que Liz viajaría en transporte público hasta Roostvalley. Lo más
lógico sería que hubiera utilizado el jet de su padre. Solo Dios sabía por qué
no lo había hecho.
Y solo Dios sabía por qué tenía que pinchársele un
neumático en ese preciso momento, cuando Liz la llamaba cada diez minutos para
decirle que ya no soportaba un segundo más en la estación de autobuses.
Estaba por llamar al rancho, para que uno de sus
trabajadores fuese a ayudarla a cambiar el neumático, cuando miró una nube de
polvo en el camino tras ella.
Era una de las camionetas del Rancho Kent, dio un
suspiro de alivio al ver acercarse el vehículo.
La camioneta bajó la marcha y se detuvo a un lado de
Evelyn y su conductor, que no era otro que el mismo Matt Jefferson, bajó del
vehículo al recocer a Evelyn. En la 4x4 se quedaron dos hombres además del
viejo Seymour, capataz del Rancho Kent.
– ¿Necesitas ayuda, Evelyn? – la mujer era tan amiga
de su madre, que Matt la llamaba por su nombre de pila desde muy joven.
– Si, Matt, muchas gracias – dijo Evelyn mostrándole
la llanta pinchada.
– Bien – Dijo Matt al ver el neumático sin aire –
¿tienes la llanta de repuesto?
– Creo que está en la parte de atrás de la camioneta –
al ver que Matt se encaminaba hacia allá, Evelyn lo siguió mientras los dos
vaqueros bajaban de la 4x4 de Matt – No quiero presionarte pero ¿crees que
tardarás mucho en cambiarla?
– Solo unos minutos ¿Por qué?
– Me está esperando en la estación de autobuses mi
sobrina Liz – Dijo poniendo especial énfasis al nombre de su sobrina.
Seguro que dio resultado, pues Matt al oír el nombre
dejó caer la llave de cruz al suelo golpeándose con ella el pie.
– ¿Tu sobrina está en el pueblo?
– Acaba de llegar a Roostvalley y tengo que ir a
recogerla.
En cuestión de segundos miles de ideas cruzaron por la
mente de Matt. Y una urgente curiosidad por conocer a la mujer con la que lo
querían casar sin su consentimiento, se apoderó de él. Tal vez si la conocía
sin que ella supiera que él era él, la disuadiría de querer atraparlo.
– Creo que nos tardaremos un poco. Por qué no, Ben y
Louis se quedan a ayudarte con el neumático y Seymour va a recogerla en la
camioneta mientras yo llevo a este purasangre al rancho de Calvin Quinn. –
anunció Matt señalando el caballo que estaba en el tráiler sujeto a la parte de
atrás de su camioneta – Así Seymour me deja de pasada con el tráiler del
caballo en el rancho de Quinn y matamos tres pájaros de un tiro.
– ¿Y cómo volverás a tu rancho, Matt?
– No creo que Quinn me mande andando al rancho. Seguro
me presta una de sus camionetas, Evelyn.
– Pues, si tú consideras que es lo mejor, adelante.
Porque Liz está realmente desesperada por salir de la estación.
Con una inclinación de su sombrero Stetson, Matt se
despidió de Evelyn, y después de darles las indicaciones a sus dos empleados,
se subió a su camioneta y se marchó en una nube de polvo.
Haría casi exactamente lo que le había dicho a la
mujer. Porque en lugar de enviar a Seymour por la sobrina desesperada de
Evelyn, iría él mismo y mandaría al viejo capataz al rancho de Calvin Quinn a
entregar el caballo purasangre que le venderían.
Luego de hablar con Quinn y decirle que su capataz
haría el trato con él, salió a toda velocidad hacia el pueblo. No quería que
Evelyn decidiera a ir por su sobrina al tener su Toyota con los cuatro
neumáticos en perfectas condiciones.
Ni siquiera sabía cómo sería la chiquilla. Pero seguro
era la que desentonara con el lugar. Siempre resaltaban a primeras luces las
fuereñas.
Al llegar a la estación, no se le veía por ningún lado
a la señorita Connor. Tras diez minutos de buscarla hasta en los baños de
damas, decidió preguntar por ella. Seguro alguien sabría algo.
Después de averiguar con varias personas, supo que una
señorita de aspecto citadino, había entrado cargando tres maletas a la Sunshine
Tavern, la cantina que estaba frente a la estación de autobuses. Que
precisamente era la taberna de Mary Alice Jenkins.
Entró al lugar quitándose el sombrero y sacudiéndolo
contra su muslo forrado con unos vaqueros negros. La luz del lugar era un poco
tenue y la rockola sonaba a lo lejos una canción sobre los prados de Oklahoma.
Matt no distinguía bien las siluetas dentro del lugar, pero sabía que tras la
barra estaría Mary Alice.
– Jeff, ¿Qué haces tan temprano por aquí? Y en plena
navidad – Mary Alice le decía Jeff de cariño, como diminutivo de su apellido.
– Ya ves, Jen, tuve que venir al pueblo a hacerle un
favor a Evelyn Connor – confesó Matt sentándose en uno de los taburetes, él
también la llamaba Jen como diminutivo de su apellido – Su sobrina llegó al
pueblo y he venido para llevarla al Rancho Connor.
Según pasaban los minutos, los ojos de Matt se
acostumbraban a la poca iluminación del lugar y ya podía ver a los escasos
clientes del bar.
– Debe ser ésa – señaló Mary Alice hacia una de las
mesas del fondo – hace como media hora que llegó, pidió un emparedado y ha
estado hablando con su móvil desde entonces.
Matt se giró en el taburete y miró la espalda y el
pelo suelto grisáceo de una mujer. Seguro había un error. Él creía que la
sobrina de Evelyn era joven. Aun así, dio las gracias a Mary Alice y se acercó
a la mesa en la que estaba la mujer.
– Te digo que tuve que hacerlo, Ash – la oyó decir al
aparato – ese hombre seguro es un gordo, calvo y pervertido aprovechado.
Matt estaba por hablar cuando algo lo hizo detenerse.
– Bien, supongamos que ese tal Matthew no es ni calvo,
ni gordo, ni pervertido, pero seguro si es un aprovechado, capaz de hacer
cualquier cosa por dinero. Como prestarse a ese matrimonio por conveniencia al
que mi padre pretende obligarme.
Si Matt no hubiese estado tan molesto por lo de gordo,
calvo, pervertido, y aprovechado, hubiera notado que Liz había dicho que ella
estaba en contra del matrimonio. Pero no lo notó. Carraspeó para hacerse notar
y casi se rió de la jovencita cuando ésta giró el rostro para verlo.
Si era joven, y era más hermosa de lo que se había
imaginado en un principio. La joven tenía unos grandes ojos grises y unos
labios carnosos rosados. Y aunque estaba bajo una capa de polvo, seguro con un
buen baño se vería mucho mejor. Pero debía ser presuntuosa y seguramente estaba
acostumbrada a que le cumplieran todos sus caprichos.
– ¿Sí, qué se le ofrece? – preguntó la joven tapando
la bocina de su móvil con la mano.
– ¿Es usted Liz Connor? – seguro que era, nadie más se
atrevería a hablar mal de él sin conocerlo.
– Así es.
– Vengo a recogerla para llevarla al rancho de su tía.
– Muy bien – dijo ella – las maletas están por allá.
Matt tomó, como pudo, las tres enormes maletas que
estaban al pie de la mesa y caminó tras la cintura estrecha de la joven.
– Hasta pronto, Jeff – dijo Mary Alice en tono alto
para que Matt la escuchara.
– Hasta pronto, Jen – contestó él a su vez.
Liz había escuchado la despedida, pero no volteó a
verlos, seguía hablando por teléfono de lo repugnante que le resultaba el tal
Matthew, sin saber que ese ser “repugnante” era el que le estaba cargando las
maletas.
Cuando se giró para preguntar en que viajarían hasta
el Rancho Connor, se le secó la boca de pronto, y no precisamente por el calor
del lugar.
Frente a ella estaba el hombre más sexi que había
visto en su vida. Era un hombre de una altura aproximada al metro ochenta,
porque era casi de la misma estatura de Andrew. Tenía el cabello ligeramente
rubio y unos ojos verdes muy claros, los más hermosos que había visto jamás.
Usaba una camisa a cuadros rojos y azules, arremangada hasta los codos. Pero lo
que más llamó la atención de Liz fueron los pantalones vaqueros negros, y
ajustados, del mismo tono que su sombrero.
Cerró los ojos, intentando dominar sus pensamientos.
No era posible lo que estaba sintiendo, hasta hace unas cuantas horas ella
estaba muy enamorada de Andrew. Seguro esa atracción inmediata que sentía por
el hombre parado frente a ella, se debía a la terrible decepción que había
sentido por Andrew.
Liz abrió los ojos para encontrarse con la mirada
interrogante del hombre y no pudo evitar sentir un hueco en el estómago cuando
él se sonrió.
– Me preguntaba en que viajaremos hacia el rancho de
mi tía – anunció tratando de que lo decía sonara coherente.
Para Matt no pasó desapercibida la mirada de deseo con
la que lo recorrió la joven. Deseaba con toda su alma poder echarle en cara que
él era el tal Matthew, el repugnante pervertido con el que su padre había
concertado casarla.
Pero decidió que esperaría un mejor momento para
hacerlo. Si se lo decía en ese instante, no lo disfrutaría tanto como después.
– En esa camioneta – Matt señaló su 4x4 que traía el
logo del Rancho Kent en el costado.
Liz asintió y se paró junto a la puerta, esperando a
que el hombre se la abriera para poder subirse. Pero él no lo hizo. Arrojó las
maletas a la caja de la camioneta, como si de costales de patatas se tratara, y
se subió él, dejando el sombrero sobre el asiento del copiloto. El asiento que
se suponía sería para ella.
Cuando Liz notó que no le abriría la puerta, lo hizo
ella misma y se subió al vehículo sin decir una palabra. Él la miraba de forma
extraña y ella se sentía incómoda, así que se puso el móvil al oído una vez
más, solo para darse cuenta que su amiga Ashley Coleman debía de haberle
cortado la llamada desde hacía mucho.
Todo el camino de ida hacia el rancho, lo habían
recorrido en completo silencio. Liz había tenido que ponerse el sombrero en el
regazo al sentarse, puesto que no había otro lugar para acomodarlo.
El trayecto hasta el Rancho Connor había durado poco
más de media hora, durante ese tiempo ni ella ni él pronunciaron palabra
alguna. Sin embargo, Liz notaba que él la miraba de soslayo intermitentemente.
Ella se preguntaba por qué.
Hasta que se le ocurrió asomarse por la ventana de la
puerta de la camioneta y mirarse reflejada en el espejo. Casi dio un grito.
Estaba totalmente empolvada. Su cara, cabello y probablemente toda su
vestimenta, lucía como si se hubiera acostaba pecho tierra. Sacó un pañuelo
desechable de su bolso de mano y empezó a limpiarse. Después de vaciar casi
todo el empaque plástico de los pañuelos se sintió un poco más limpia. Pero su
cabello sería otra cosa. Sin un buen baño no se sacaría el polvo tan
fácilmente.
Matthew pagaría por saber que era lo que ella pensaba
en ese momento. Se revolvía incomoda en el asiento evitando mirarlo
directamente. Igual que él, que la observaba de soslayo.
Matt había notado que él le había gustado a ella. No
se sentía el hombre más guapo del mundo, pero sabía de su atractivo. Todos esos
años haciendo trabajo pesado en el rancho, habían terminado por hacer que los
músculos de su cuerpo fueran firmes y marcados. Y sabia que unos buenos
pantalones vaqueros y camisas de algodón le quedaban mucho mejor que cualquiera
de los trajes Armani que su madre le había traído en su último viaje por
Europa.
Ansiaba ver la cara de ella cuando se enterara que el
pervertido Matthew era él.
Llegaron a las afueras del rancho casi cuarenta y
cinco minutos después de que él la encontrara en el bar de Jen. Paró la
camioneta frente al cerco de hierro forjado, mientras la señorita Connor lo
miraba con cara extrañada por el espejo retrovisor. Lo miró bajar las maletas
una a una de la caja de la 4x4 y arrojarlas, una a una al suelo. Haciendo que
una pequeña nube de polvo se levantara.
Ella quiso decir algo al ver que él se subía de nueva
cuenta a la camioneta. Pero no hubo necesidad.
– ¿Qué? –Dijo él viéndola por primera vez directamente
a la cara – ¿No esperará que la lleve hasta la sala de la casa? ¿O sí?
Liz no supo que decir, no entendía que sucedía.
– Miré, señorita – comenzó él al ver que la señorita
Connor no tenía intención de bajarse de su 4x4 – yo solo le hice un favor a la
señora Evelyn Connor, pero si no baja de la camioneta, voy a arrancar. Y usted
va a terminar en el Rancho Kent, que es hacia donde me dirijo.
Ella no dijo nada, puso su cara de indignada, mientras
el sonreía socarronamente, y se bajó del vehículo lo más dignamente posible. No
sin antes arrojar el sombrero sobre el asiento, en un claro gesto de venganza
por cómo él había tratado su equipaje. Eso solo hizo que él se riera fuertemente,
con una risa ronca y gutural, mientras arrancaba a toda velocidad su camioneta.
Liz acercó su equipaje lo más que pudo, y lo dejó
recargado sobre el hierro forjado del cerco que tenía grabado en la parte
superior “Rancho Connor”. Tuvo que caminar por casi media milla antes de poder
vislumbrar la construcción donde su tía Evelyn tenía la casa y la oficina desde
donde manejaba todo el emporio ganadero Connor.
Al llegar a la puerta, sentía que sus pies le
escocían, pero el camino empedrado le hubiera hecho sentir que iba por el Monte
Calvario, si se hubiese quitado los zapatos para librarse de los vertiginosos
tacones.
Antes de tocar al timbre, Evelyn que la había visto
por la ventana, abrió de golpe la puerta y la recibió con un gran abrazo.
– ¡Hija!– Exclamó mientras la estrujaba– tenía tantas
ganas de verte.
Liz, que tenía todos los huesos adoloridos, no hizo
sino tratar de zafarse de los brazos fuertes de su tía.
– Tía Evelyn – dijo ella soltando el equipaje en el
suelo– vengo muerta. ¿Será posible que me pueda dar una ducha con agua
caliente?
–Por supuesto, hija.
Evelyn llamó a gritos a uno de los empleados de su
casa para que subieran el equipaje de Liz hasta la habitación que la joven
siempre había usado de niña.
Mientras el empleado, que aun era un jovencito, quince
años, tal vez dieciséis, llegó corriendo a llevarse el equipaje, Liz decidió
quitarse los zapatos.
Antes de subir por las escaleras, al segundo piso, Liz
se giró.
– Tía… Por cierto, ¿Quién era el hombre que fue por mí
al pueblo?
– El capataz del Rancho Kent. Se me pinchó un
neumático al ir por ti, y Matthew – mencionó poniendo especial énfasis en el
nombre masculino – el dueño del Rancho Kent, se ofreció a mandar a su capataz a
recogerte, ¿Si sabes quién es Matt, no?
La pregunta parecía inocente, pero Liz sabía que no
era así. Sintió como si un chorro de agua helada le cayera por la espalda. No
podía ser lo que estaba imaginando. No podía ser que el dueño del rancho vecino
de su tía fuera el mismo Matt con el que su padre pensaba casarla.
– No, no sé quién es. – dijo haciendo un esfuerzo por
mantener la compostura. Era mejor que su tía pensara que ella no sabía nada del
matrimonio arreglado. Además, Liz no sabía si su tía estaba al tanto de las
intenciones de su padre.
Y sin demostrar lo mucho que la había afectado la
información recién descubierta, subió haciendo gala de todo su aplomo.
Liz sabía perfectamente cuál era su habitación. Aunque
no estaba como la recordaba. Los tonos rosa pastel de las paredes había sido
cambiado por un elegante color marfil, y las cortinas y tapetes eran de color
marrón oscuro con detalles en el mismo tono un poco más claro.
Los muebles eran los mismos, a excepción de la cama
que había sido reemplazada con una mucho más grande. El jovencito dejó las
maletas a un lado del buró de noche y se retiró sin hacer ruido.
Después de unos minutos, Liz se metió a la tina, el
agua estaba espumosa y caliente, perfecta para relajar sus adoloridos músculos.
Se miró los pies largo rato, había marcas rojas en sus dedos y unas pequeñas
ámpulas empezaban a marcarse. Definitivamente, no podría usar zapatos de tacón
alto por un tiempo.
Estuvo pensando largo rato en todo lo que había
acontecido en esas pocas horas, y se sentía perdida. Había huido hacia el
rancho de su tía, pensando en poner tierra de por medio entre ella y Andrew,
para olvidarlo. Pero también había querido alejarse de su padre, hasta que ya
no le doliera el pecho al pensar en que la estaba vendiendo. Y a la vez, quería
huir de Boston para no tener que conocer al tal Matt.
Pero, irónicamente, resultaba que no solo había ido a
parar a donde el sujeto en cuestión vivía, sino que además, el hombre estaba en
el pueblo, según el comentario de su tía.
Así, que en lugar de huir de él, había terminado más
cerca.
Nadie podía obligarla a casarse, eso estaba muy claro,
ya no vivían en el siglo XVI, pero igual, le atormentaba la sola idea de que su
padre y el hombre ese lo hubieran acordado.
Ni siquiera quería conocerlo, pero tal vez lo hiciera,
solo para dejarle en claro lo que pensaba de él y lo del convenio con su padre.
Liz salió de la tina hasta que sus dedos se arrugaron
y el agua se volvió fría. Salió de la ducha y miró que su ropa estaba
perfectamente arreglada en el armario que había en una de las paredes. Miró y
tocó la seda de sus vestidos y sus trajes sastre y pensó que no podría usarlos
ahí. No quería que terminaran como su precioso vestido Chanel. Pero tampoco
podía andar desnuda.
Así que decidió que al día siguiente, después de comer
y dormir, por lo menos, doce horas, iría al pueblo a comprarse unos vaqueros y
unas botas.
Por lo pronto eligió, un pantalón de gasa verde
esmeralda y una blusa beige. Era un conjunto hermoso que le había robado le
respiración en el último desfile de modas de Carolina Herrera en New York.
Pero no tenía ningún par de zapatos que combinaran con
el conjunto y fueran cómodos a la vez. Así que se puso unas sandalias beiges de
dos pulgadas de tacón, que eran las más bajas que traía.
Eran las cuatro de la tarde y Liz se moría de hambre,
el sándwich que había comprado en la tabernucha del pueblo, no se lo había
terminado, por culpa del vaquero sexy maleducado. Así que ahora su estómago
reclamaba alimento.
Estaba por acercarse a la cocina, cuando el teléfono
empezó a timbrar.
– ¿Si? – preguntó Liz al levantar la bocina.
– ¿Liz? ¿Qué diablos haces en Oklahoma? – la voz de su
padre saltó del otro lado.
Liz no esperaba que fuera él. Se sorprendió
sobremanera pero se repuso casi de inmediato.
– Vine de visita, padre – respondió tranquilamente.
– ¿Y cuando pensabas decírmelo? He estado preocupado
por ti.
Como si eso fuera cierto. Seguramente lo único que
preocupaba a su padre era que el “posible” marido cancelara al convenio al no
poder conocerla.
Así que explotó. Liz no supo si era por lo de Andrew,
lo de su padre o lo del tal Matt. Pero sintió que una rabia que nunca antes
había sentido, subía por su garganta.
– No pensaba decírtelo nunca, padre. ¿Crees que no lo
sé? – Preguntó refiriéndose al matrimonio arreglado, pero su padre aun no
entendía – ¿crees que soy tan estúpida como para no darme cuenta de lo que
tramas?
– ¿A qué te refieres exactamente, Liz? – En Douglas,
la preocupación estaba dando paso a la incredulidad. Liz siempre había sido
rebelde y caprichosa, pero jamás grosera.
– Al matrimonio por conveniencia al que me has
comprometido. Pero si crees que lo voy a hacer estas muy, pero muy equivocado.
– Liz, no sabes lo que dices…
– ¡Oh! Claro que sí. Pero ni creas que lo haré. Ni
siquiera dos millones de dólares podrían convencerme, te lo aseguro.
– Liz… por lo menos date la oportunidad de conocer a
Matt, es un buen chico – Douglas ya se estaba impacientando. Liz nunca
escuchaba.
– ¡Nunca! ¿Me entiendes? Prefiero mil veces el
convento.
– Bien, si eso es lo que quieres… Pero no, no te
enviaré al convento. Te dejaré sin ni un centavo, hasta que recapacites sobre
lo que acabas de decirme y me escuches. Eres una caprichosa, acostumbrada a
hacer lo que se te viene en gana, pero se acabó. Veremos cuanto te dura tu
valentía.
Dicho esto, Douglas cortó la comunicación de golpe.
– ¡Bien! – gritó Liz al aparato, mientras subía
corriendo a la habitación. De repente ya no tenía hambre.
Eran las once de la mañana del día siguiente cuando su
tía subió a la habitación a hablarle a Liz. Ella aun seguía dormida.
La noche anterior Liz se había dormido casi de
madrugada, pensando una y otra vez en lo desdichada que era su vida. Y estaba
convencida que su padre creía que el dinero era lo más importante en la vida,
por esa estaba segura que Douglas jamás entendería como se sentía ella al
descubrir que nadie la quería y que, para él, todo giraba alrededor del dinero.
Por eso su padre creía que si la amenazaba con dejarla
sin un centavo, ella regresaría corriendo a Boston, dispuesta a casarse con
quien su padre eligiera, pero no. Estaba equivocado. Liz no era tan superficial
como Douglas pensaba.
Que estaba acostumbrada a gastar el dinero a manos
llenas, era cierto. Pero también era cierto que el dinero no lo era todo en la
vida.
Liz no supo en qué momento se había quedado dormida.
Pero sintió que fueron solo segundos lo que había dormido, pues casi de
inmediato estaba su tía recorriendo las pesadas cortinas y dejando que el sol
de Oklahoma entrará con toda su magnificencia a la habitación.
– Buenas días, hija.
– Buenos días, tía– respondió Liz, restregándose los
ojos con el dorso de la mano – ¿Qué hora es?
– Pasan de la once de la mañana, por eso he venido a
ver como estabas, como no has desayunado y anoche no almorzaste ¿sucede algo,
Lizzy?
Liz se puso en pie acomodándose la bata, antes de
responder miró dentro de su armario, no sabía que ponerse para ir a pueblo de
compras.
– No, nada. Tía, estaba pensando en que no podré estar
en el rancho con esta vestimenta, – dijo mirando sus zapatos “manolos” casi
destrozados. – pensaba en pedirte prestado un poco de dinero y uno de los autos
del rancho para ir al pueblo.
Evelyn rió.
– Lizzy, en el rancho no hay autos, solo camionetas
todoterreno y caballos. Puedes tomar una de las camionetas y aquí tienes – dijo
dándole unos billetes – supongo que cincuenta dólares serán suficientes.
Liz se quedó mirando el puño de billetes sin creerlo.
Con cincuenta dólares solo le alcanzaría para un café. Pero no dijo nada,
sonrió y los guardó en su bolso de mano.
Dos horas después estaba aparcando fuera de la única
tienda del pueblo donde vendían ropa. Al parecer la mayoría de las mujeres del
pueblo compraban la ropa en Oklahoma City.
Entró al local y empezó a ver las prendas. No había
demasiada variedad, la mayoría de la ropa eran vaqueros azules y negros,
camisetas de algodón y camisas a cuadros, tanto para hombres como para mujeres.
Se probó un par de vaqueros azul oscuro y le encantó
como le quedaban. Jamás los había usado y aunque la tela no era lo que ella
estaba acostumbrada, hacia que sus curvas se marcaran y que el trasero se
mirara levantado y firme. No es que no lo tuviera así, pero con los pantalones
vaqueros se notaba más.
Tomó diez pantalones vaqueros, ocho de diferentes
tonos azules y dos de color negro; cinco camisetas de diferente color y cinco
camisas a cuadros; además de tomar dos pares de botas, un par negro y un par
marrón.
– Son trescientos noventa y ocho dólares, señorita –
dijo la dependienta.
Liz sacó su tarjeta de crédito para pagar pero, tal
como sospechaba, la tarjeta fue rechazada. Su papá le había cancelado todas las
tarjetas.
Buscó en su bolso y descubrió que solo traía consigo
los cincuenta dólares que su tía le había dado y unos cuantos dólares más que
no sabía cómo estaban en su bolso. Ella nunca había necesitado efectivo.
– ¿Para qué me alcanza con cincuenta y seis dólares? –
preguntó abochornada.
– Tal vez dos vaqueros, un par de botas y algunas
camisetas.
– Bien, eso quiero.
La dependienta dejó las prendas que Liz no se iba a
llevar en una pequeña cesta al pie del mostrador. Y una vez más, volvió a hacer
la cuenta. Esta vez fueron sesenta y un dólares.
– Tal vez debería dejar las botas – sugirió la
empleada.
– No, las necesito. Dejaré un par de camisetas.
La dependienta estaba por dejar las prendas en la
misma cesta que la ropa anterior, cuando una mano masculina puso un billete de
cinco dólares sobre el mostrador.
Liz se giró con una sonrisa de agradecimiento, pero la
sonrisa se borró al mirar quién había dejado el dinero. Sin decir una palabra,
el vaquero sexy del rancho Kent se había girado y se había marchado de la
tienda.
Estuvo tentada a alcanzarlo y devolverle su dinero.
Pero la dependienta ya había hecho la factura y guardado el dinero en la caja
registradora. Con una sonrisa, la joven le entregó los paquetes con la ropa y
las botas.
Liz se apresuró y guardó los paquetes en la camioneta,
buscó al hombre con la mirada a lo largo de la calle. Lo encontró parado frente
a una ferretería al otro lado de la acera.
– Hola – dijo ella, pero él no volteó– quería
agradecerle lo amable que ha sido conmigo.
Liz había pensado decirlo con sarcasmo, dado la
actitud agresiva de él, pero la verdad era que sus palabras habían sonado
genuinas.
– No tiene nada que agradecer – respondió él, aun de
espaldas, estaba acomodando unas bolsas en la caja de la camioneta.
– Le pagaré su dinero en cuanto pueda– volvió ella a
hablarle.
– No es necesario.
– Insisto, no quisiera tener una deuda con usted.
Al oír eso, el joven si se giró. Alto, guapo, con
vaqueros azul gastados y una camisa de franela a cuadros azules y blancos, con
sombrero igual de gastado que los pantalones. La miraba con sus ojos
profundamente verdes, como si intentara descifrar la actitud de ella.
– Soy Liz, bueno Elizabeth – dijo extendiendo la mano
– aunque todos me llaman Liz.
– Me gusta más Elizabeth –respondió él, estrechándole
la mano – yo soy…
– Jeff ¿no? Ayer escuché que la chica del bar te
llamaba así.
Matt pensó en sacarla de su error, en decirle que él
era el despreciable pervertido con el que la querían casar. Pero después de
verla girarse frente al espejo en la tienda de ropa, mientras se probaba los
vaqueros, pensó en que definitivamente si quería conocerla.
Hacía mucho que no le pasaba lo que Elizabeth le había
hecho sentir. Ni siquiera con Jen. Estaba seguro que estar cerca de ella era un
error, pero verla tocándose el trasero mientras se lo veía en el reflejo del
espejo, había hecho que cierta parte de su anatomía cobrara vida por sí misma.
Por eso no dijo nada acerca de su identidad.
La verdad era que la chica le gustaba. Le había
gustado desde que la había visto en la taberna de Jen, toda sucia y llena de
polvo. Pero sabía que era jugar con fuego. Ella estaba ahí solo para cazarlo.
Pero si Elizabeth no se enteraba que él era Matthew Jefferson, tal vez podrían
pasarlo bien juntos. Porque después de ver la cara de deseo con que ella lo
miró, estaba seguro que Elizabeth también se sentía atraída por él.
– Así me dicen – respondió él, así no podría acusarlo
de haberle mentido.
– Bien, Jeff, mi tía me ha dicho que trabajas en el
Rancho Kent, también te debo un agradecimiento por haberme acercado al rancho
de mi tía. Ya te debo dos.
Y sonriendo, la chica se despidió y cruzó la calle,
subiéndose a la camioneta aparcada al otro lado. Había dejado en el ambiente un
aroma a fresas dulces, que le parecía delicado y delicioso, como ella.
La chica le gustaba, no era lo que él había imaginado
en un principio y ciertamente era más atractiva de lo que él hubiera querido.
Tenía una cintura pequeña y un trasero redondo y apetecible. El cabello rubio
recogido en una coleta y los ojos grises grandes y expresivos. Le gustaba
mucho, era muy hermosa. Y, exceptuando lo que había escuchado en la taberna de
Jen, era más educada de lo que habría apostado. Pero seguro todo era un gancho.
Había mencionado que su tía le dijo que él trabajaba
en el Rancho Kent, y tal vez, en la mente de la chica, lo veía a él como una
posibilidad de acercarse al dueño del rancho. Aunque esa idea era demasiado
descabellada, y tal vez, la chica solo quería agradecerle.
La había visto llegar a la tienda de ropa de Anna
Benson y no había podido evitar seguirla. Le había llamado la atención el
vestido amarillo y los zapatos cerrados de tacón que traía puestos, nadie
vestía así por esos lares. Pero casi le da un paro cardiaco al verla salir del
probador para mirarse en el espejo como le ajustaban los pantalones vaqueros.
Se veía demasiado sugestiva con esa prenda, nunca lo
hubiera imaginado, pero era casi como si no trajera nada encima. Cada curva de
su cuerpo era sensualmente resaltada, sin hablar de que había salido descalza y
sin sujetador bajo la camiseta de algodón blanco que también se había probado.
Y se había sentido apenado por ella al ver que las
tarjetas de crédito eran rechazadas, fue ahí cuando entendió el por qué el
padre le estaba buscando marido rico. Seguro estaban en la quiebra. Había
decidido marcharse de la tienda sin hacer ruido, pero al ver la expresión de
ella al buscar efectivo y que no le alcanzara, lo apenó aun más.
Con una sonrisa triste, la chica había devuelto más de
la mitad de las prendas que pensaba comprar, y aun así no le había alcanzado.
Así que hizo lo más sensato que pudo, le dejó un billete sobre el mostrador
para que pudiera pagar, y se marchó sin decir nada.
No contaba con que ella lo alcanzara para agradecerle.
Tampoco contaba con que la chica oliera delicioso. Con un suspiro, subió a su
camioneta. Dispuesto a no seguir pensando en ella. Porque de una cosa si estaba
seguro, él no se iba a casar. Ni con ella, ni con Jen, ni con nadie.
Capítulo III
Evelyn escuchó llegar a Liz, casi dos horas después de
haberse marchado. La oyó subir a su habitación mientras tarareaba. Había
sucedido que mientras Liz estaba de compras en el pueblo, Douglas la había
llamado, para decirle que la joven se negaba a conocer a Matthew y que mientras
no entrara en razón acerca de su comportamiento impulsivo, él le había retirado
el apoyo económico.
Y además, le pedía a ella que no le diera dinero, que
si Liz quería algo, debía trabajar por ello.
Evelyn no le comentó que ya le había dado cincuenta
dólares, porque de todas formas y conociendo a su sobrina, seguro que ese
dinero no le alcanzaba ni para comprar un helado.
Dejó de lado los papeles que estaba revisando y subió
a la segunda planta, encontró a Liz acomodando las bolsas que había traído del
pueblo.
– ¿Qué has comprado, hija?
Liz se giró sonriendo y le enseñó el par de vaqueros,
las botas y tres camisetas de algodón, una blanca, una roja y una marrón.
– ¿Te gustan?
Evelyn la miró sorprendida, nunca hubiera imaginado
que su sobrina compraría aquello, tomando en cuenta que no hay ninguna tienda
Prada en el pueblo.
– Sí, claro. Son más propios para andar en el rancho
que tus vestidos de diseñador. ¿Te alcanzó con cincuenta dólares para todo eso?
– La verdad, no. Pero no te preocupes… yo traía un
poco de efectivo – dijo, omitiendo la parte donde Jeff le había prestado.
– Tu padre me llamó mientras no estabas – dijo a
bocajarro.
– ¿Y qué quería? – pregunto Liz sin ánimo.
– Decirme que habían discutido, y que ya no te daría
dinero. ¿Por eso me pediste prestado?
– En parte. Ya sabía que él iba a cancelarme las
tarjetas, pero igual, no pensaba gastar un céntimo de él.
– Hija – dijo Evelyn muy seria, mirándola a los ojos –
esta es tu casa, aquí no te faltará comida y techo. Pero no puedo estar dándote
dinero.
Liz dejó lo que estaba haciendo para sentarse en la
cama a un lado de su tía.
– El rancho no va bien – mintió Evelyn – y si quieres
tener efectivo, tendrás que trabajar, como todos aquí.
Liz lo entendía. No pensaba quedarse en casa de su tía
de arrimada, pero ella no sabía hacer nada.
– Por supuesto, tía. Te ayudaré con lo que tú quieras
en el rancho, ¿Por qué crees que he comprado vaqueros? – dijo la joven con una
sonrisa.
Evelyn le palmeó la pierna y se levantó de la cama.
– De acuerdo, mañana te diré cuales serán tus labores.
Descansa, la cena se servirá a las seis.
Dicho esto, la mujer mayor salió de la habitación
dejando pensativa a Liz. No creía que el negocio de su tía estuviera en crisis.
El rancho de Evelyn era el que proveía de carne a los hoteles de su padre. Era
sumamente extraño.
Aunque conociendo a Douglas, seguro le había cancelado
el contrato a su tía, al enterarse de que la había refugiado.
Se dio una ducha antes de bajar a cenar. Se había puesto
el pantalón azul que se había medido en la tienda con la camiseta marrón y las
botas del mismo color. Al verse al espejo no se reconoció. Llevaba el pelo
recogido en una coleta simple y no traía maquillaje, incluso se veía más joven.
Durante la cena, Evelyn y ella hablaron de muchas
cosas, pero ya no tocaron el tema de su padre. Eran casi las ocho cuando su tía
se despidió para irse a dormir y le recomendó lo mismo a Liz.
Pero la joven no podía dormir. Así que pasó gran parte
de la noche hablando con su amiga Ashley Coleman. Y ya muy entrada la madrugada
se quedó dormida, soñando en cómo se vería Jeff sin sus camisas de franela a
cuadros. Liz estaba segura que debía tener unas abdominales increíbles a juzgar
por sus bíceps que se notaban bajo la camisa arremangada.
Liz no podía creer la hora a la que su tía la había
levantado. Miró el reloj dos veces para comprobar que no estaba en un error. Su
tía Evelyn la había despertado a las tres y media de la mañana. Eso quería
decir que hacía solo dos horas que se había dormido.
– Los trabajadores vendrán a desayunar a las cuatro y
media. Tienes que tener preparado el desayuno para esa hora.
– ¿Perdón? – dijo Liz, todavía seguía dormida. Eso
debía ser, pues no entendía lo que su tía le decía.
– Si, hija. Ayer dijiste que me ayudarías con el
rancho, así que he pensado en que podías ocuparte de las comidas. Ya te dije
que el rancho no estaba pasando por un buen momento y he despedido a las
cocineras, pensando en que tal vez tú y yo podríamos encargarnos de esto.
Evelyn mentía descaradamente. La realidad era que les
había dado vacaciones por un mes, pero les había aclarado que tal vez las
llamara antes, pensando en que Liz no duraría mucho en el rancho al ver lo duro
que se tenía que trabajar en él.
– Esta mañana ya he recogido los huevos para el
desayuno, pero mañana tendrás que hacerlo tú. Así que cámbiate y alcánzame en
la cocina.
Nada más su tía hubo salido de la habitación, Liz se
enterró entre las almohadas y se volvió a quedar dormida.
Veinte minutos después, Evelyn entró de nuevo a la
habitación.
– Sé que es pesado para ti – le dijo a Liz quitándole
las almohadas de la cabeza y desenterrándola de las sábanas – pero los
muchachos tienen que salir a pastar las vacas a las cinco, si no comen antes de
las cuatro y media, no alcanzará el tiempo. Vístete ya, te espero en la cocina.
Liz no lo podía creer. Aun con los ojos cerrados se
levantó de la cama y se puso la ropa de la tarde anterior. Bajó a la cocina
despeinada y con la ropa arrugada.
–Agárrate el pelo, no queremos que caiga en la comida
– dijo Evelyn con una sonrisa, mientras sacaba una hogaza de pan del horno.
– ¿Lo horneaste tu, tía?– preguntó Liz al sentir el
aroma del pan recién hecho.
– Por supuesto, hija. ¿Quién más?
– ¿Pues a qué hora te levantaste?
– A las dos. – Dijo partiendo el pan en rebanadas –
ahora, sirve veinte tazas de café y ayúdame a sacar el tocino del sartén, no
queremos que se queme.
Una hora después, los veinte trabajadores del rancho
ya habían desayunado y salido al campo a realizar sus labores. Liz no quiso ni
desayunar. Estaba exhausta y se había acostado en la cama con todo y la ropa
salpicada de grasa de tocino frito. Se quedó dormida hasta con las botas
puestas.
Poco después su tía volvió a subir a su habitación
para hablarle.
– Hija –dijo tocándola del hombro – ya casi son las
once, debemos preparar el almuerzo.
– ¿Tan pronto? – preguntó Liz con la cara enterrada en
la cama. Sentía que una aplanadora le había pasado por encima.
– Los muchachos almuerzan a las doce y cenan a las
cinco. Tú y yo debemos preparar las tres comidas, ya te lo había dicho. –
Evelyn sonrió al ver la cara de su sobrina – vamos, solo serán unos días, verás
que pronto te acostumbras.
Pero no. Después de que pasó casi una semana y Liz no
se acostumbraba, supo que esa vida no era para ella. Había tenido que
levantarse a las tres de la mañana todos los días, recoger los huevos del
desayuno y la leche, que el jovencito aquel que había subido sus maletas el día
que llegó, ordeñaba a diario.
No le quedaba tiempo más que para dormir y ducharse.
Ahora tenía hambre cada vez que estaba despierta. Dormía todo lo que podía,
pero seguía estando cansada. Además ayudaba a limpiar la casa. Nunca hubiera
imaginado que sería tanto trabajo. Pero su tía trabajaba igual, o incluso más
que ella y no se quejaba. Pues además de todo el quehacer diario, su tía
también se encargaba de la parte administrativa del rancho.
A Liz solo le quedaban libres un par de horas después
de la comida y antes de la cena. Las usaba para cabalgar un poco por el rancho.
Aunque ella no era una buena amazona, siempre había sabido cómo montar. Su
padre le había pagado caras clases de equitación, aunque en Boston jamás las
había necesitado.
Pasear por los linderos del rancho se había vuelto una
afición después de que al segundo día se había topado con que Jeff desmontaba
muy cerca de ahí y se ponía a…, bueno, Liz no sabía exactamente a qué, pero lo
veía meter la cabeza dentro del cofre de una camioneta amarilla desvencijada.
Quería pensar que trataba de arreglar su motor. Pero
independientemente de qué era lo que él hacia allí, a Liz le encantaba verlo
quitarse la camisa. Y si, efectivamente, tenía unos abdominales impresionantes.
Lo miraba a hurtadillas, escondida entre los árboles pegados al lindero.
Disfrutaba verlo moverse, sacar y meter herramientas al motor de la camioneta,
ver como trataba de limpiarse la grasa y solo lograba embarrársela más.
Pero ya no había vuelto a cruzar palabra con él.
Tampoco es que lo hubiera intentado, Liz sospechaba que ella no le caía bien a
Jeff, pero aun tenía una deuda con él. Le debía cinco dólares.
Sonrió, nunca pensó que tal cantidad de dinero se
podría volver tan importante para ella. No quería reconocerlo, pero era porque
ese dinero le daba la excusa perfecta para poder ir a buscarlo al Rancho Kent
sin levantar sospechas.
Liz miró su reloj, faltaba poco para las cuatro de la
tarde y tenía que ir a preparar la cena. Caminó hasta llegar a donde había
amarrado su caballo. El primer día que lo encontró, Jeff casi la pillaba por
culpa del relincho de su animal. Así que como no quería que él la descubriera,
dejaba al caballo atado lo más lejos posible.
Otra vez el perfume de Elizabeth lo embargaba, era
como si ella estuviera presente todo el tiempo. Por las mañanas no tenía problema,
con tanto trabajo en el rancho solo pensaba en ella cuando comía. Aunque
también soñaba con ella por las noches.
Pero cada tarde, al ir a donde estaba abandonada la
vieja camioneta Ford F-100 de su padre, no podía evitar pensar en ella y si
cerraba los ojos, podía olerla. Tal vez se estaba volviendo loco, pero así era.
No había podido dejar de pensar en Elizabeth. En su
aroma, en sus ojos, en la suavidad de su piel al estrechar su mano. Y no podía
evitar imaginarse tomándola en sus brazos y saborearla.
Sabía que debía dejar esos pensamientos, pero no
podía. No entendía su comportamiento. Estaba por creer que se le estaba
convirtiendo en obsesión. Solo porque sabía que no podía tenerla. O mejor
dicho, porque sabía que si la tenía tendría que haber boda de por medio.
Y eso si que no. No volvería a cometer el mismo error
tres veces. Creer que podía casarse y tener una familia, solo para darse cuenta
de que no era así.
Ya había sufrido demasiado escarnio público.
Cuando Liz llegó a casa, su tía Evelyn le tenía una
sorpresa. Haría una fiesta para festejar Año Nuevo y tenía pensado invitar a
los trabajadores del rancho y a algunos amigos.
A Liz no le agradó tanto la idea. Eso significaba más
trabajo. Pues no creía que su tía contrataría a una empresa de catering, seguro
ellas mismas harían todo. La comida, la decoración, la música. Nada más de
pensarlo, Liz se fatigaba.
– Quiero pedirte que vayas al pueblo a hacer las
compras para la fiesta. – Dijo Evelyn acercando su bolso.
– Pensé que el rancho iba mal – externó Liz.
– Bueno, será una fiesta sencilla, tampoco voy a
gastar cien mil dólares. Como lo hace tu padre cada vez que da una fiesta. Y
hablando de dinero, toma.
– ¿Qué es esto? – preguntó Liz tomando los billetes
que su tía le extendía.
– Es tu paga, hija. – dijo sonriendo. – claro, te
desconté los cincuenta dólares que te di la semana pasada.
– Gracias, tía. No me lo esperaba.
– Entonces, ¿irás a traer lo que falta para le cena de
año nuevo?
– Claro que si, tía. Con mucho gusto.
– Que bien, porque necesito pedirte otro favor. Quiero
que lleves la invitación para la cena al Rancho Kent. Invitaré a Matt y a
Abygail a cenar. Abygail es la madre de Matt – aclaró Evelyn al notar que su
sobrina levantaba una ceja. No quiso aclararle a su sobrina que Abygail no
estaba en Oklahoma, que aun seguía en Boston y que lo más probable era que Matt
asistiera solo a la fiesta. – Los conocerás y seguro congeniarán. Espero que
Matthew y tú se hagan buenos amigos.
– Seguro, tía, yo llevo la invitación. – Liz quiso
decir que no quería conocer ni a Matthew ni a su madre, pero no quería
desilusionar a su tía. Se veía tan emocionada. – haré eso mañana temprano.
Ahora hay que preparar la cena.
– Sí, hija. Los muchachos ya están terminando de meter
las vacas a los establos.
Al día siguiente, ya que hubieron dado de desayunar a
los trabajadores del rancho y después de terminar de limpiar la casa, Liz salió
muy temprano a comprar los suministros para la cena.
Condujo hasta Roostvalley sin saber qué hacer. Tenía
la invitación, que su tía le diera para los Kent, sobre el tablero de la
camioneta y no se decidía a llevarla en persona. No quería conocer a Matt ni
que él la conociera a ella.
Pero tampoco podía decirle a su tía que había olvidado
llevar la invitación al Rancho Kent.
Al cabo de una hora, había terminado con las compras.
La mayoría de lo que iban a necesitar, se producía en la huerta que había en el
rancho. Pero algunas cosas si era imprescindible ir al pueblo a comprar. Como
el licor que ofrecerían en la cena.
Estaba subiendo las compras a la camioneta, cuando
miró que estaban abriendo la tienda donde se había comprado la ropa la semana
anterior.
Pensó que debía comprarse un par de vaqueros más y las
botas negras que tanto le habían gustado.
Entró a la tienda y se quedó solo un cuarto de hora.
Ya sabía lo que quería. Se llevó unos pantalones negros de gamuza y unos
beiges, además de las botas negras y dos suéteres, uno color rojo cereza y el
otro rosa pálido, todo por la módica cantidad de setenta y nueve dólares. Liz no
lo podía creer. Y todo ello fruto de su arduo trabajo.
Se sentía tan orgullosa de sí misma, que deseaba que
su padre la viera. Solo para que Douglas comprobara que no era una chiquilla
mimada y caprichosa. Era una mujer, y además una mujer que sabía ganarse el
dinero que se gastaba.
Estaba subiendo las bolsas de las compras al asiento
del copiloto de su vehículo, cuando miró la camioneta del Rancho Kent
estacionada unos metros más abajo en esa misma acera. Instintivamente buscó a
Jeff con la mirada, nunca le había pasado lo que ahora sentía. Esa sensación de
ansiedad y desesperación por saber donde estaba, por verlo y por poder hablar
con él. Ni siquiera le había pasado algo similar con Andrew, y Liz estaba
convencida de que era el amor de su vida. Y sospechaba que debía agradecerle a
Jeff el hecho de que ahora habían disminuido drásticamente los sueños donde Liz
miraba a Dominic y Andrew desnudos.
Con una sonrisa
y un billete de cinco dólares en la mano se dispuso a ir a esperarlo a la
camioneta que él conducía. Tras cinco minutos de estar aguardando, se exasperó.
Ella no estaba acostumbrada a estar esperando por lo que quería, simplemente lo
tomaba. Y en esta ocasión aunque era algo diferente, se podía decir que podía
aplicar esa filosofía de vida. Ya no iba a esperarlo, iba a buscarlo.
Miró a su alrededor, tratando de imaginar en donde, un
hombre como él, podía estar a esas horas de la mañana.
En la calle, que era la principal del pueblo, no había
muchos lugares donde Jeff pudiera estar. Había una veterinaria, la tienda de
suministros, la de ropa, la ferretería, una farmacia junto al consultorio
médico, una oficina que al parecer era del periódico local, la estación de
policía, la de bomberos, un poco más abajo estaba la terminal de autobuses y
frente a ella el bar del pueblo.
Le hubiera gustado no haber visto la camioneta
aparcada frente a la estación de bomberos. Porque daba la casualidad que justo
en ese momento Jeff estaba saliendo del bar y pegada a él como una lapa, la
chica que servía los tragos en la barra.
A Liz se le borró la sonrisa cuando la chica le giró
el rostro a Jeff con la mano y lo atrajo hacia ella para darle un apasionado
beso en la boca. Él no respondió con la misma intensidad, pero respondió. Y eso
significaba que ellos dos tenían una relación.
– ¡Maldición!
Se encaminó, casi corriendo, los metros que la
separaban de su camioneta. Se metió el billete de cinco dólares a la bolsa de
los vaqueros y se subió al vehículo dando un portazo.
¿Por qué se sentía así? Triste y decepcionada.
– Maldición,
maldición.
Puso la cabeza entre sus brazos, recargados sobre el
volante de la camioneta. Suspiró varias veces para calmarse. Se sentía
realmente afectada. Ella nunca imaginó que Jeff tuviera una relación. Se quedó
ahí por casi diez minutos, intentando descubrir por qué le dolía tanto el
pecho.
– Elizabeth – dijo el dueño de sus pensamientos junto
a la ventanilla del copiloto – ¿Te sientes bien? He notado que estabas ahí, sin
moverte y me he preocupado.
Entonces Liz tuvo su respuesta. Se sentía así porque
Jeff le gustaba. Y le gustaba más que cualquier otro de los chicos con los que
salió en el pasado. Le gustaba más que Andrew.
– Sí, estoy bien – respondió levantando la cabeza y
mirándolo, quiso sonreírle, pero seguro solo fue una mueca – me duele un poco
la cabeza.
– ¿Quieres ir al médico? Está aquí cerca.
– No, gracias. Estoy bien, seguro es porque
últimamente he dormido muy poco.
– ¿Quieres que te lleve al rancho de tu tía? Si estás
cansada no debes conducir.
– No, de verdad, estoy bien.
– De acuerdo – dijo él haciendo una inclinación con el
sombrero Stetson – si necesitas algo, avísame, estaré en la veterinaria.
– Espera – dijo ella, recordando que aun no le pagaba
el dinero que le debía – toma, es el dinero que me prestaste.
Jeff tomó el billete que ella le extendía y la miró
como si de un extraterrestre se tratara.
– ¿Qué es esto?
– Ya te lo dije, es el dinero que me prestaste la
semana pasada. No pensabas que no te pagaría, ¿o sí?
Aunque él no contestó, esa fue una respuesta para Liz.
Seguro Jeff también pensaba que ella no era más que una niña rica mimada. Y
darse cuenta de ella, le dolió. Pero no dijo nada al respecto.
– ¿Sabes? Me da gusto verte – la cara de él cambió,
parecía sorprendido – así me evitas una vuelta al Rancho Kent, mi tía me pidió
que llevara esta invitación a Matthew y Abygail Kent.
Él tomó la invitación que ella le extendía con cierto
recelo.
– Es para ésta noche, mi tía ofrecerá una cena de Año
Nuevo y quiere que sus vecinos la acompañen. ¿Me harías el favor de entregarla por
mí? Tengo muchas cosas que hacer aun. – le dijo ella, omitiendo el hecho de que
no tenía ganas de ver a Matthew Kent ni en pintura.
– Seguro – respondió él, metiéndose el sobre en la
bolsa de su camisa.
Y sin decir nada más se encaminó hacia la veterinaria.
Cuando ya no pudo verlo, Liz encendió la marcha y se fue al rancho
profundamente afectada.
Se había calmado bastante en el trayecto, aunque aun
no podía dejar de pensar en Jeff y en la chica.
Era absurdo. Algo malo debía haber hecho en otra vida,
o Dios le estaba cobrando algo, porque primero pasaba que Andrew era homosexual
y ahora Jeff tenía novia. Nunca le había pasado eso. Cualquier chico que a ella
le gustara, simplemente lo tenía.
Jimmy, el joven empleado que le llevaba la leche
recién ordeñada en la mañana, se apresuró al verla llegar y le ayudó a bajar
las bolsas de las compras. Al entrar a la cocina, parecía sacada de una postal
navideña. Su tía tenía la mesa llena de platillos listos y humeantes.
– Me he adelantado un poco. – Dijo Evelyn cerrando la
puerta del horno con sumo cuidado – Los muchachos ya no tardan en venir a comer
y pensé que tardarías más en el pueblo.
Liz sonrió poniéndose el delantal.
– ¿Has hecho todo esto tu sola, tía?
– Sí, hija, ¿qué te parece?
– Insólito. Yo no podría hacerlo sola – dijo sonriendo
– ¿Qué falta por hacer?
Y tras unas breves instrucciones, Liz se puso manos a
la obra.
Al mediodía compartieron el almuerzo con los
trabajadores del rancho y para las cuatro de la tarde después de haber
preparado todo lo necesario para la cena, subió a su cuarto a ducharse.
Todavía no sabía cómo le diría a su tía que no iba a
estar presente durante la cena. Seguro le decía que no importaba, pero a Liz le
preocupaba decepcionarla, porque se había esmerado muchísimo en la cena. La
sala había quedado increíble y el comedor también. Además que toda la casa olía
a comida exquisita.
Pero de verdad, no tenía ganas de conocer a Matthew.
Se puso el suéter rojo cereza, los pantalones negros
de gamuza y las botas a juego. Se dejó el pelo suelto y se maquilló. Se miró en
el espejo y sonrió. Lo único que le faltaba era un sombrero, para completar el
atuendo.
Estaba por salir por la puerta principal, cuando su
tía sacó la cabeza por la puerta de la cocina.
– ¿Hija, vas a salir? El pavo casi está listo y está
quedando delicioso.
– Si tía, saldré. Es que tengo una cita con un
muchacho esta noche – mintió descaradamente.
– Pero… ¿no cenarás con nosotros?
– No lo sé, tía. Te prometo volver lo más pronto que
pueda. – Volvió a mentir – espero llegar antes de que sirvas la cena.
– De acuerdo, serviré la cena a las siete. ¡Ah! Por
cierto, mañana les daré el día libre a los empleados, puedes levantarte a la
hora que te plazca.
Liz sonrió, tenía ganas de dormir hasta las dos de
tarde, como antes.
– Me llevaré la camioneta, tía.
– Claro, hija. No vengas muy tarde. Y espero que
mañana me cuentes como te fue en tu cita y con quien fue. – Evelyn tuvo que
gritar la última frase, porque Liz ya estaba cerrando la puerta principal.
El plan inicial era pasar la tarde en el pueblo,
buscar un restaurante y cenar tranquilamente sin tener que verle la cara a
Matt.
Pero no contaba con que el único restaurante del
pueblo estaría cerrado.
Se quedó casi una hora dentro de la camioneta,
charlando por teléfono con Ashley. Su amiga se mostraba bastante sorprendida
por la nueva actitud que ahora tenía Liz.
– No sé qué te pasó, pero parece que has madurado de
la noche a la mañana.
– La verdad no sé explicarlo – dijo Liz, acurrucándose
en el asiento, la noche estaba por caer y la temperatura había bajado de pronto
– Creo que si he madurado, aunque todavía no sé que voy a hacer con mi futuro.
No quiero pasar el resto de mi vida levantándome a las tres de la mañana. Pero
tampoco puedo volver a casa con papá.
– Ven a casa con nosotros, – insistió Ash – sabes que
aquí eres bien recibida. ¿Volverás a la Universidad? El semestre empezará en
una semana.
Ashley llevaba meses insistiendo en que Liz debía
volver a la universidad. Hacía más de un año que la había abandonado, diciendo
que los estudios no eran para ella.
– Sé que soy bien recibida en tu casa, pero tía Evelyn
de verdad necesita ayuda en el rancho. Y respecto a la universidad, aun no sé
si volveré.
– Pero…
Repentinamente la conversación se cortó. Liz intentó
llamar de nuevo, pero al parecer el crédito de su teléfono móvil se había
agotado. Sonrió irónicamente. Seguro su padre le había cancelado la
suscripción. Arrojó el móvil a la guantera y estaba por poner la camioneta en
marcha cuando notó que varias personas entraban al bar del pueblo.
Miró la hora en su reloj y notó que apenas iban a dar
las siete. Si volvía al rancho ahora, seguro le iba a tocar tener que ver a los
Kent. Y no quería.
Así que se bajó de la camioneta dispuesta a entrar en
el bar. Tal vez un par de tragos le aclararan la mente.
La música country sonaba a todo volumen. Había un
grupo tocando en el templete y muchas parejas bailando.
El local estaba tan iluminado y tan arreglado que no
parecía el mismo de una semana antes. Se acercó a la barra y miró a la rubia, que
esa misma mañana besaba a Jeff, ataviada con unos vaqueros ajustados y una
blusa tipo corsé, sirviendo tragos al por mayor.
– ¿Tienes piña colada? – preguntó Liz casi a gritos,
tratando de que su voz sonara más fuerte que la de los músicos que golpeaban el
piso de madera con las suelas de las botas.
– Lo siento, cariño, solo hay whisky y cerveza, ¿Qué
te sirvo?
– Dame un whisky. Doble.
Cuando se lo dieron, se giró sobre su silla y se puso
a ver a las personas bailando. Ella nunca había bailado country. De hecho, era
la primera vez que veía ese tipo de baile. Al cabo de unos minutos, y al sentir
el alcohol en su estómago, decidió que no era bueno seguir bebiendo sin haber
comido nada desde las doce de mediodía.
– ¿Tienes algo para cenar?
– ¿Qué? – preguntó la bartender, el ruido de la música
no la dejó escuchar claro.
– ¡Que si tienes algo para cenar!– preguntó Liz un
poco más fuerte.
– Oh, por supuesto. Hay pizza de pepperoni y hawaiana.
¿Cuál quieres?
– Dame de las dos, muero de hambre.
Le acababan de
dar el plato con dos enormes rebanadas de pizza, cuando lo miró entrar, venía
vestido con una camisa azul oscuro, pantalón negro y el mismo sombrero que le
había visto la primera vez que lo conoció ahí mismo. En ese bar.
– Santo Dios – exclamó Liz al ver como Jeff sonreía
por algo que una chica se acercó a decirle al oído.
Justo en ese momento la música paró y la bartender la
miró muy seria. Seguro la chica la había escuchado expresarse así de Jeff, y
Liz no pudo evitar sentirse apenada. La mujer no dijo nada, solo dejó un par de
servilletas de papel a un lado del plato y siguió sirviendo tragos.
Cuando la música empezó de nuevo, Jeff se encaminó
hacia la barra, justo a donde Liz se encontraba sentada. Pero ella estaba
segura de que él no la había visto aun. Cruzó por medio de la abarrotada y
singular pista de baile, hasta llegar a donde estaba la bartender.
Liz se giró para esconder el rostro en el plato de la
pizza. Pero no pudo evitar mirar de soslayo hasta donde estaba la pareja. Notó
que Jeff le dijo a la mujer algo al oído, e instintivamente la chica volteó a
verla. Respondió algo, mirando a Liz directamente y entonces fue cuando él notó
que ella estaba ahí, a solo unos pasos de distancia.
Liz dejó un par de billetes sobre la barra y se salió
del bar lo más rápido posible. Se sentía estúpida y fuera de lugar. Ella nunca
había actuado así.
Apenas iban a dar las ocho y seguro ya estaba por
terminar la cena, así que tomando en cuenta el tiempo que le tomaría conducir
hasta el rancho, probablemente ya no se toparía con Matthew Kent. Estaba por
subirse a la camioneta, cuando alguien la detuvo del hombro.
– Elizabeth – la voz era tan familiar, que parecía que
la había escuchado toda su vida.
– Jeff.
– Has olvidado tu pizza – dijo entregándole un paquete
desechable. – pensé que habría una cena de Año Nuevo en el Rancho Connor.
– Si, así es.
– ¿Y por qué no estás en ella?
– Tenía ganas de pasar Año Nuevo sola, para no perder
la costumbre – dijo en un tono de broma sarcástica.
Liz siempre pasaba sola esas fechas, su padre siempre
estaba ocupado. Por eso le había sonado raro que quisiera compartir la cena de
Navidad con ella. Claro, después descubrió cual era el motivo real.
– Gracias, creo que me comeré mi pizza dentro de la
camioneta.
Cuando Liz tomó el paquete que le daba, él no pudo
evitar mirar las ampollas que tenía en las manos.
– ¿Qué te ha sucedido? – dijo pasando los dedos sobre
sus manos lastimadas, Liz sintió casi como si fuera una caricia.
– He estado haciendo un poco de “trabajo manual” en el
rancho de mi tía – dijo retirando la mano como si el contacto con él la
quemara.
– ¿Trabajo manual? ¿Qué clase de trabajo manual?
– No es nada, solo he estado ayudando con los
quehaceres del rancho.
Él se quedó sumamente sorprendido, había pensado que
Elizabeth había ido a pasar un tiempo al Rancho Connor para atrapar a “Matthew
Kent” o inclusive de vacaciones, pero no para trabajar.
– Bien, nos vemos otro día – dijo él retirándose y
dejándola parada en medio de la acera con el paquete desechable en las manos.
Se quedó ahí, deseando haber dicho algo para que él no
se retirara y permaneciera con ella. Pero notó que entraba apresurado al bar,
seguro estaba desesperado por ir al encuentro con la exhibicionista que tenía
por novia.
No lo culpaba, la chica era demasiado llamativa y
tenía una forma de usar los escotes que seguro aclamaban la atención de
cualquier hombre.
Arrojó el paquete a un bote de basura que estaba en la
acera, y se subió a la camioneta, estaba tan triste que ya no le importaba
encontrarse con Matt Kent y toda su parentela.
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