Más que un Capricho

                                           

              Capítulo I



Matthew Jefferson no sabía por qué había aceptado asistir a esa cena. Bueno, sí. Sabía que era porque su adorable madre, Abygail Jefferson, había estado insistiendo todo el mes para que eso sucediera. Al grado de haberse ido desde Roostvalley, Oklahoma a Boston, Massachusetts a pasar la navidad.
Tenía ganas de ver la nieve, había dicho ella. Pero Matthew no se había tragado ese cuento tan fácilmente. Intuía que había un motivo oculto, y en ese momento estaba sospechando que no se trataba solo de negocios.
– Madre – intentó persuadirla él – no necesitamos viajar hasta Boston, los compradores que tenemos ya conocen nuestra calidad.
– No se trata de eso, hijo, se trata de hacer nuevos clientes – contestó ella– hay uno en especial que quiero que conozcas.
Matthew, mejor conocido en el círculo de ganaderos como Jefe Jefferson, sabía cuando había perdido una batalla y, no había tenido más remedio que aceptar. Así que ahí estaba, la víspera de navidad, junto a su madre y a un excéntrico anfitrión que no dejaba de hablar de las bondades de su hija.
Con tanto halago del padre, seguro sería un adefesio la pobrecilla.
Había pasado poco más de una hora desde que llegaran a la casa del posible cliente, situada en una zona exclusiva de Boston, cuando el anfitrión, de nombre Douglas Connor, había anunciado que su pequeño retoño los había dejado plantados. Así que la chiquilla además de fea, era maleducada.
La cena transcurrió sin ningún percance, pero poco antes de marcharse, Douglas los invitó a pasar a su estudio a tomar una copa. Abygail se disculpó un momento, aludiendo que tenía que ir al tocador.
Matthew estaba por comenzar la discusión sobre su ganado, al parecer el señor Connor estaba interesado en que el Rancho Ganadero Kent, apellido de soltera de su madre, se convirtiera en su nuevo proveedor para los restaurantes de los Hoteles Connor, cuando el  teléfono móvil de Douglas Connor empezó a sonar.
– Discúlpame un momento, Matthew, es importante – dijo Douglas saliendo del estudio.
Matthew no entendía la situación. No habían charlado ni un solo segundo acerca de negocios. Lo único que habían hecho Douglas y Abygail, era hablar maravillas de la pequeña Liz. Solo esperaba que no fuera cierto lo que estaba pensando.
Porque según el rumbo de las cosas, pareciera que querían endilgarle a ese “dechado de virtudes”. No pasó mucho antes de comprobarlo.
Estaba por pararse para, educadamente, despedirse, pretextando una emergencia en el rancho, cuando el teléfono del estudio comenzó a sonar. Después de unos segundos, la contestadora se accionó. No sabía si era porque ese teléfono era una línea directa, o porque si solo él lo había escuchado timbrar.
Una voz familiar saltó del aparato.
– Hermano, espero que las cosas marchen bien. No me he podido comunicar con Abby. Espero que Matt y Liz hayan congeniado. Y ya sabes, si hay boda, espero que sea en el rancho Connor y no en el Kent. Hace tanto que no veo a mi Lizzy. Serán una pareja perfecta. Llámame en cuanto escuches el mensaje, Evelyn.
Casi se atragantó con el whisky, ya sabía él que había gato encerrado. Pero no le iban a endosar a esa señorita. Ni loco que estuviera.
Así que salió del estudio lo más tranquilo que pudo y esperó a su madre y a Douglas en el recibidor. Apenas podía creerlo. Así que Abygail, Douglas y la misma Evelyn Connor, dueña del rancho contiguo al suyo en Oklahoma, estaban haciendo de casamenteras.
Claro, era de esperarse que Evelyn hubiera influenciado a su madre. Abygail y ella eran muy amigas. Sobre todo desde que ambas enviudaron casi al mismo tiempo. Seguro, en alguna tarde de esas en las que Evelyn pasaba a su rancho, o en las que su madre iba de visita al de ella, había salido a colación que la sobrina fea de Evelyn estaba buscando marido.
Y qué mejor que el tonto de Matthew Jefferson, al que ya le habían cancelado dos bodas, con dos mujeres distintas.
Deben haber pensado que sería presa fácil. Pero si algo había aprendido de esos dos compromisos fallidos, era que no se podía confiar en las mujeres. Y desde hacía tres años, prefería tener un romance casual con Mary Alice Jenkins, la dueña de la taberna del pueblo. Ni ella ni Matt querían nada en serio y ambos, teniendo eso muy claro, eran muy felices.
Así que no lo iban a casar con una chiquilla, que de seguro era fea y malcriada.
– Matt – dijo Douglas interrumpiendo sus pensamientos, me hubieras esperado en el estudio, seguro es más cómodo.
– No te preocupes, Douglas, estoy bien. Además salí a buscarte porque me temo que tengo que marcharme – mintió Matthew.
– ¿Sucedió algo?
– Lamentablemente, si. Me acaban de llamar del rancho, al parecer hay unos asuntos que requieren mi presencia de inmediato y no puedo quedarme más tiempo en Boston.
– ¿Cómo? – preguntó Abygail que en ese momento bajaba por las escaleras y escuchó la excusa que daba su hijo.
– Lo siento, madre, pero así es. No podré quedarme toda la semana como te lo había prometido. Pero tú sí, quédate, disfruta de estas “vacaciones” y la semana entrante mandaré por ti.
– No sé hijo, no creo que deba quedarme sola.
– Tonterías, Abygail. No estarás sola, seguro mi hija podrá hacerte compañía. Así podrán conocerse mejor.
– Siendo así…
– Bien, ahora creo que será mejor que nos marchemos – dijo Matthew – saldré esta misma noche, para llegar lo más pronto posible a Oklahoma.
– ¿Tan grave es, hijo?
– Gravísimo, mamá. Douglas, gracias por la cena – Matthew extendió la mano para apretársela – espero que pronto podamos hacer negocios.
Matthew sabía que el Rancho Connor era el que proveía de carne a los Hoteles Connor y sabía que ese asunto de que Douglas fuera un potencial cliente, solo había sido una charada para sacarlo de su rancho y hacerlo conocer a Liz Connor.
– Seguro podremos arreglar algo, tu madre y yo.
– Sí, seguro – comentó él, sabiendo que no se refería al ganado precisamente.
Y con un apretón de manos Matthew se despidió. Esperando no volver a ver a ese hombre ni conocer a su hija jamás.

****

Para Liz Connor, aquella navidad había sido la más terrible de todas. Había estado ilusionada por hacer que Andrew Sullivan se enamorara de ella. Se había acercado a él, lo había visitado en innumerables ocasiones al trabajo, habían bailado juntos, se había puesto sus mejores ropas, inclusive lo había dejado en paz un par de semanas, para que la echara de menos. Había usado todos los trucos de seducción que conocía y nada había funcionado.
No entendía por qué Andrew era inmune a sus encantos. Hasta esa noche.
Fue una casualidad del destino encontrarse esa navidad con él en Haverhill. Fue otra casualidad que Andrew se quedara en casa de los Coleman a pasar la navidad. Fue una casualidad más grande aun que ella lo encontrara en la cama con otra persona. Lo que no era casualidad era que no había sido con otra mujer.
Liz Connor había encontrado a Andrew, el hombre que creía el amor de su vida, en la cama con Dominic Coleman. Liz quería a Dominic como si fuera su hermano. Por eso el engaño dolía más.
Ni siquiera podía llorar, sentía un ardor en el pecho y un dolor en el estómago. Era como si algo dentro de ella se hubiese apagado.
Ninguno de los dos la miró, estaban demasiado cansados, dormidos, uno en brazos del otro, después de una tórrida noche de pasión. Una noche de pasión que debió haber sido la de Liz con Andrew.
Ninguno fue honesto con ella. Liz no se hubiera ilusionado con Andrew, de haberse enterado que él y Dominic eran pareja. Pero claro que entendía el por qué lo habían ocultado. Seguramente querían proteger la reputación de Dominic. Un hombre varonil, el soltero más cotizado de Boston, con miles de mujeres a su alrededor. Y era gay.
Probablemente no querían que nadie se enterase, seria pasto de las habladurías. Comidilla de los diarios amarillistas y de las revistas del corazón. Por esa misma razón ella no había dicho nada. Además de que no quería lastimar a Ann, la madre de Dominic. Ni a Ashley, su hermana, pero sobre todo a Dominic padre. Sería un terrible golpe para ellos.
Por ello, esa mañana, había tomado las pertenencias con las que había llegado a Haverhill y, sin despedirse de nadie, excepto de Ann, había pensado en retirarse de esa casa. Pero no fue así. Justo cuando estaba por tomar las maletas, miró que Andrew caminaba por el pasillo, dispuesto a bajar las escaleras.
Le dolió ver a Andrew en la escalera al irse, no quiso ni voltear a despedirse, sentía que podía mirarlo besando a Dominic y eso le partía el corazón. Así que hizo lo que creyó más prudente, se fue sin volver la vista atrás.
Pero si creía que nada peor estaba por suceder, se equivocaba. Su día estaba por estropearse aun más.
Se bajó del coche color negro que había mandado pedir para regresar a casa. Su padre no la esperaba en Boston hasta después de Año Nuevo, ya que le había dicho que se quedaría en Haverhill con los Coleman a pasar las fiestas.
Douglas y ella habían discutido la tarde anterior, su padre quería que Liz pasara la víspera de navidad con él. Tenía importantes invitados a cenar, le había dicho, pero ella se había negado.
Inicialmente, Liz solo había ido a Haverhill a visitar a los Coleman y a llevar unos presentes de navidad, había quedado en volver esa misma tarde a Boston y cenar con su padre. Pero los planes cambiaron cuando Andrew llegó. Andrew era el motivo por el cual Liz se había auto – invitado a la cena de los Coleman. Y no solo a la cena, había pensado quedarse todo el tiempo que Andrew estuviera ahí.
Incluso, esa misma noche, había decidido seducirlo. Se había puesto un negligé negro y había entrado a hurtadillas a la recamara de Andrew. Casi se fue de espaldas al verlo dormido, desnudo y abrazado a la musculosa espalda de Dominic.
Esperaba que su padre no estuviera demasiado molesto con ella. A Douglas le gustaba que Liz fungiera como anfitriona desde que su madre muriera cinco años atrás. Pero tampoco podía decirle el motivo por el cual no había estado en la cena. Ya bastante tenía con sus reproches cada vez que salía con un chico nuevo, como para ahora decirle que se había quedado con los Coleman solo por Andrew.
La última vez que Liz salió en las revistas del corazón, ebria y en brazos de su nueva conquista, Douglas había amenazado con internarla en un convento. Estaba cansado de sus escándalos, le había dicho, que en los últimos años se habían cuadruplicado.
Era cierto lo que su padre decía, le gustaban los chicos, las fiestas, y la música fuerte, pero no por esa era una descocada. De vez en cuando se le pasaban las copas, pero tampoco era una alcohólica. Su padre no entendía que ella quería disfrutar la vida antes de morir. No es que estuviera desahuciada, simplemente la vida se iba de pronto, sin que te dieras cuenta.
Y Liz había pensado en cambiar. Había creído que con Andrew podría formar una familia y vivir la vida disfrutándola de otra manera. Pero Andrew no era lo que ella había pensado.
Liz debió haber notado que ella no le interesaba, que era amable solo por compromiso. Porque era la amiga de la hermana menor de Dominic, no por que estuviera interesado en ella.
El viaje desde Haverhill la había dejado terriblemente cansada. Así que decidió que solo avisaría a su padre que había regresado y se marcharía a dormir. Tal vez discutirían después de que ella se despertara, pero seguramente su padre se quedaría más tranquilo cuando le dijera que ya no se iría de juerga como antes y que inclusive estaba pensando en volver a la universidad.
El chofer dejó la maleta en el piso del recibidor, la mansión de los Connor estaba en Beacon Hill, un poco más al este que la casa que Dominic tenía en Boston, pero podía decirse que eran vecinos.
Escuchó a su padre en el estudio que tenía a la derecha del recibidor, un poco antes de la escalera. Iba a tocar la puerta, pero la notó entreabierta, estaba por hablar cuando escuchó su nombre en la conversación que su padre sostenía por teléfono.
Sabía que no debía escuchar la plática, pero no pudo evitarlo, la curiosidad la hizo acomodarse a un lado de la puerta y pegar el oído a la madera para tener una mejor audición.
Lo que escuchó la dejó helada.
Su padre le estaba concertando un matrimonio por conveniencia. Prácticamente la estaba vendiendo a la madre de algún cretino.
– Lamento lo sucedido, Abygail. Espero que Matthew y Liz puedan conocerse pronto. No sé qué sucedió. Ella había quedado muy formal de venir a cenar. No sé por qué me canceló en el último momento.
Hubo una pausa. Seguramente la tal Abygail le contestó algo. Pudo ver a su padre a través de la rendija de la puerta entreabierta. Douglas sonrió, haciendo que unas arrugas se marcaran en sus ojos.
– Si, también es una pena que Matthew se haya tenido que regresar tan pronto. No, no te preocupes, espero que antes de un mes puedan conocerse.
Liz no podía escuchar lo que la mujer contestaba a su padre, pero seguramente trataba de hacer que su hijo pareciera una maravilla a ojos de Douglas. No quería creer lo que estaba pasando ¿Quiénes se creían para decidir por ella?
– No te preocupes, ella hará lo que yo diga.
Hubo otra pausa. Liz se estiró todo lo que pudo, pero su padre había caminado hacia la ventana y no pudo escuchar lo que había contestado. Sonrió, contestó otra vez y volvió a girarse. Sacó unos papeles del escritorio y después de leerlo en silencio hubo otra pausa. Mataría por ser el pisapapeles en el escritorio, quería escuchar más.
Su padre cerró la carpeta y se levantó, caminó hacia la puerta, Liz apenas tuvo tiempo para moverse y que no la viera.
– Ok, entonces serán dos millones de dólares. – le oyó decir a su padre antes de que éste emparejara la puerta.
¿Dos millones? Eso valía ella, eso valía Liz para su padre. ¿El poder deshacerse de ella, de sus rebeldías y escándalos, le costaría a su padre dos millones?
El dolor que sentía en ese momento, fue mucho peor que descubrir a Andrew con Dominic.
Su padre la estaba vendiendo. Solo Dios sabía con qué clase de hombre le había concertado el matrimonio.
Subió a su cuarto sin hacer ruido. Se dejó caer en la cama perfectamente hecha y se enterró en medio de la docena de almohadones. No podía creer lo que estaba sucediendo. ¿Por qué nadie la quería?
Esta vez tampoco lloró. Le escocían los ojos y el hueco que sentía en el estómago se le había ensanchado. Aun así no podía llorar.
No quería estar en esa casa con su padre, pero tampoco podía regresar a casa de los Coleman. Allá estaban Dominic y Andrew y no podría enfrentarlos. No en ese momento ni en ese estado.
Entonces pensó en la única persona que tenía en el mundo, además de su padre, su tía Evelyn.
Su tía, hermana de Douglas, tenía un rancho en Oklahoma, hacia casi diez años que no la visitaba, pero seguro la recibiría. Ya no volvería nunca más a casa de su padre.
Ni siquiera tuvo que deshacer la maleta que ya tenía, aun así hizo otras dos más, puesto que pensaba pasar el resto de sus días en Oklahoma. Liz se marchó de casa sin siquiera despedirse. Su padre, seguramente se sorprendería al saber que ya no estaba en Haverhill. Le llamaría después, ya que el dolor y decepción que sentía disminuyeran.
Casi una hora después, ya estaba abordando el vuelo que la llevaría a su nuevo hogar, con su tía Evelyn.
Cuando optó por ponerse un vestido volado negro con lunares blancos, medias negras y zapatillas de tacón alto, no imaginó que su traslado hasta Roostvalley sería tan accidentado.
Todo iba muy bien, hasta que en el aeropuerto de Oklahoma City le habían dicho que Roostvalley estaba a unas 80 millas al sureste y que para poder llegar tendría que transbordar. Según el conductor de un taxi, estacionado a las afueras del aeropuerto, tenía que tomar una avioneta que la acercara lo suficiente como para tomar un caballo que la llevara a la estación de autobuses más cercana para poder llegar a la población.
La cara de Liz no pudo haber sido otra que la del terror. Ella jamás había montado a caballo sin su traje de amazona, y por Dios que no lo haría con ese vestido Chanel de veinte mil dólares.
Esperando que el conductor del taxi que le había dicho eso solo estuviera bromeando, decidió preguntar en uno de los stands apostados en la terminal aérea.
Desgraciadamente, era verdad. No había ningún vuelo comercial que viajara a Roostvalley o a algún aeropuerto local. Debía tomar una avioneta que la llevaría al aeropuerto de McAlester y de ahí buscar algún transporte que la dejara en Roostvalley.
–Tiene que ser una broma – dijo Liz para sí misma.
La trabajadora del aeropuerto que le había dado la información, le sonrió a modo de disculpa.
Así que quince minutos después, estaba sentada sobre una pequeña avioneta rumbo a McAlester. Liz jamás había estado en ese lugar. Pero sonaba demasiado lejos de Oklahoma City.
La última vez que había estado en Oklahoma, había sido más de nueve años atrás. Había ido al Rancho Connor en Roostvalley, al funeral de Joseph Gordon, el esposo de su tía Evelyn.
Y Según recordaba, lo había hecho a bordo del jet privado de su padre. Simplemente se había dormido durante el vuelo y al llegar al hangar que estaba en la propiedad de su tía, simplemente se había bajado del jet.
Jamás se hubiera imaginado que sería tal odisea viajar otra vez a ese lugar.
Después de varias horas de vuelo, habían aterrizado en McAlester, y tras varios minutos de negociar con un taxista, habían llegado a un acuerdo razonable sobre la tarifa hasta Roostvalley.
Se bajó del taxi adolorida. Sentía un nudo en la espalda. Mejor dicho, su espalda era un nudo. Como Liz no sabía la dirección exacta de su tía, el taxista la había dejado en la estación de autobuses locales. Se había quedado parada en mitad de lo que ella creía, era la entrada a la estación. Mala idea. En cuestión de segundos había sido ensuciada con la mitad del polvo de la ciudad.
Ahora, los lunares de su vestido ya no eran blancos, sino marrones. Al igual que su cabello que hasta hace poco había sido rubio.
Tosió un poco y se sacudió el rostro con el guante que se había quitado dentro del taxi. A pesar de ser diciembre el calor era insoportable. No podía creer que hasta esa misma mañana, había estado pisando nieve en Haverhill. Y una vez más, pensaba en que haberse puesto ese atuendo, había sido un error. Subió las maletas a la acera y sacó su móvil. Tal vez su tía no le había entendido esa misma mañana, cuando le había hablado para decirle que iría hacia Roostvalley a pasar una temporada con ella.
Y como no había podido comunicarse con ella antes de salir de Oklahoma City, esperaba que ésta vez sí atendiera el teléfono.







Capítulo II



Evelyn Connor, madura mujer educada y bastante mesurada, casi nunca decía maldiciones. Casi nunca.
– ¡Maldición! – gruñó pateando el neumático pinchado de su Toyota pick up.
Su sobrina Liz la había llamado esa mañana para notificarle que había decidido pasar una temporada en su rancho. Evelyn casi había saltado de alegría al oírla.
Cuando Abygail le había llamado la noche anterior para contarle que Matt había salido casi huyendo de Boston, había pensado que un encuentro entre Liz y Matt era casi imposible. Pero no.
Ahí estaba la pequeña Liz viajando para ir al encuentro de Matt. No podía ser mejor. Exceptuando que iba tarde a recogerla. Nunca imaginó que Liz viajaría en transporte público hasta Roostvalley. Lo más lógico sería que hubiera utilizado el jet de su padre. Solo Dios sabía por qué no lo había hecho.
Y solo Dios sabía por qué tenía que pinchársele un neumático en ese preciso momento, cuando Liz la llamaba cada diez minutos para decirle que ya no soportaba un segundo más en la estación de autobuses.
Estaba por llamar al rancho, para que uno de sus trabajadores fuese a ayudarla a cambiar el neumático, cuando miró una nube de polvo en el camino tras ella.
Era una de las camionetas del Rancho Kent, dio un suspiro de alivio al ver acercarse el vehículo.
La camioneta bajó la marcha y se detuvo a un lado de Evelyn y su conductor, que no era otro que el mismo Matt Jefferson, bajó del vehículo al recocer a Evelyn. En la 4x4 se quedaron dos hombres además del viejo Seymour, capataz del Rancho Kent.
– ¿Necesitas ayuda, Evelyn? – la mujer era tan amiga de su madre, que Matt la llamaba por su nombre de pila desde muy joven.
– Si, Matt, muchas gracias – dijo Evelyn mostrándole la llanta pinchada.
– Bien – Dijo Matt al ver el neumático sin aire – ¿tienes la llanta de repuesto?
– Creo que está en la parte de atrás de la camioneta – al ver que Matt se encaminaba hacia allá, Evelyn lo siguió mientras los dos vaqueros bajaban de la 4x4 de Matt – No quiero presionarte pero ¿crees que tardarás mucho en cambiarla?
– Solo unos minutos ¿Por qué?
– Me está esperando en la estación de autobuses mi sobrina Liz – Dijo poniendo especial énfasis al nombre de su sobrina.
Seguro que dio resultado, pues Matt al oír el nombre dejó caer la llave de cruz al suelo golpeándose con ella el pie.
– ¿Tu sobrina está en el pueblo?
– Acaba de llegar a Roostvalley y tengo que ir a recogerla.
En cuestión de segundos miles de ideas cruzaron por la mente de Matt. Y una urgente curiosidad por conocer a la mujer con la que lo querían casar sin su consentimiento, se apoderó de él. Tal vez si la conocía sin que ella supiera que él era él, la disuadiría de querer atraparlo.
– Creo que nos tardaremos un poco. Por qué no, Ben y Louis se quedan a ayudarte con el neumático y Seymour va a recogerla en la camioneta mientras yo llevo a este purasangre al rancho de Calvin Quinn. – anunció Matt señalando el caballo que estaba en el tráiler sujeto a la parte de atrás de su camioneta – Así Seymour me deja de pasada con el tráiler del caballo en el rancho de Quinn y matamos tres pájaros de un tiro.
– ¿Y cómo volverás a tu rancho, Matt?
– No creo que Quinn me mande andando al rancho. Seguro me presta una de sus camionetas, Evelyn.
– Pues, si tú consideras que es lo mejor, adelante. Porque Liz está realmente desesperada por salir de la estación.
Con una inclinación de su sombrero Stetson, Matt se despidió de Evelyn, y después de darles las indicaciones a sus dos empleados, se subió a su camioneta y se marchó en una nube de polvo.
Haría casi exactamente lo que le había dicho a la mujer. Porque en lugar de enviar a Seymour por la sobrina desesperada de Evelyn, iría él mismo y mandaría al viejo capataz al rancho de Calvin Quinn a entregar el caballo purasangre que le venderían.
Luego de hablar con Quinn y decirle que su capataz haría el trato con él, salió a toda velocidad hacia el pueblo. No quería que Evelyn decidiera a ir por su sobrina al tener su Toyota con los cuatro neumáticos en perfectas condiciones.
Ni siquiera sabía cómo sería la chiquilla. Pero seguro era la que desentonara con el lugar. Siempre resaltaban a primeras luces las fuereñas.
Al llegar a la estación, no se le veía por ningún lado a la señorita Connor. Tras diez minutos de buscarla hasta en los baños de damas, decidió preguntar por ella. Seguro alguien sabría algo.
Después de averiguar con varias personas, supo que una señorita de aspecto citadino, había entrado cargando tres maletas a la Sunshine Tavern, la cantina que estaba frente a la estación de autobuses. Que precisamente era la taberna de Mary Alice Jenkins.
Entró al lugar quitándose el sombrero y sacudiéndolo contra su muslo forrado con unos vaqueros negros. La luz del lugar era un poco tenue y la rockola sonaba a lo lejos una canción sobre los prados de Oklahoma. Matt no distinguía bien las siluetas dentro del lugar, pero sabía que tras la barra estaría Mary Alice.
– Jeff, ¿Qué haces tan temprano por aquí? Y en plena navidad – Mary Alice le decía Jeff de cariño, como diminutivo de su apellido.
– Ya ves, Jen, tuve que venir al pueblo a hacerle un favor a Evelyn Connor – confesó Matt sentándose en uno de los taburetes, él también la llamaba Jen como diminutivo de su apellido – Su sobrina llegó al pueblo y he venido para llevarla al Rancho Connor.
Según pasaban los minutos, los ojos de Matt se acostumbraban a la poca iluminación del lugar y ya podía ver a los escasos clientes del bar.
– Debe ser ésa – señaló Mary Alice hacia una de las mesas del fondo – hace como media hora que llegó, pidió un emparedado y ha estado hablando con su móvil desde entonces.
Matt se giró en el taburete y miró la espalda y el pelo suelto grisáceo de una mujer. Seguro había un error. Él creía que la sobrina de Evelyn era joven. Aun así, dio las gracias a Mary Alice y se acercó a la mesa en la que estaba la mujer.
– Te digo que tuve que hacerlo, Ash – la oyó decir al aparato – ese hombre seguro es un gordo, calvo y pervertido aprovechado.
Matt estaba por hablar cuando algo lo hizo detenerse.
– Bien, supongamos que ese tal Matthew no es ni calvo, ni gordo, ni pervertido, pero seguro si es un aprovechado, capaz de hacer cualquier cosa por dinero. Como prestarse a ese matrimonio por conveniencia al que mi padre pretende obligarme.
Si Matt no hubiese estado tan molesto por lo de gordo, calvo, pervertido, y aprovechado, hubiera notado que Liz había dicho que ella estaba en contra del matrimonio. Pero no lo notó. Carraspeó para hacerse notar y casi se rió de la jovencita cuando ésta giró el rostro para verlo.
Si era joven, y era más hermosa de lo que se había imaginado en un principio. La joven tenía unos grandes ojos grises y unos labios carnosos rosados. Y aunque estaba bajo una capa de polvo, seguro con un buen baño se vería mucho mejor. Pero debía ser presuntuosa y seguramente estaba acostumbrada a que le cumplieran todos sus caprichos.
– ¿Sí, qué se le ofrece? – preguntó la joven tapando la bocina de su móvil con la mano.
– ¿Es usted Liz Connor? – seguro que era, nadie más se atrevería a hablar mal de él sin conocerlo.
– Así es.
– Vengo a recogerla para llevarla al rancho de su tía.
– Muy bien – dijo ella – las maletas están por allá.
Matt tomó, como pudo, las tres enormes maletas que estaban al pie de la mesa y caminó tras la cintura estrecha de la joven.
– Hasta pronto, Jeff – dijo Mary Alice en tono alto para que Matt la escuchara.
– Hasta pronto, Jen – contestó él a su vez.
Liz había escuchado la despedida, pero no volteó a verlos, seguía hablando por teléfono de lo repugnante que le resultaba el tal Matthew, sin saber que ese ser “repugnante” era el que le estaba cargando las maletas.
Cuando se giró para preguntar en que viajarían hasta el Rancho Connor, se le secó la boca de pronto, y no precisamente por el calor del lugar.
Frente a ella estaba el hombre más sexi que había visto en su vida. Era un hombre de una altura aproximada al metro ochenta, porque era casi de la misma estatura de Andrew. Tenía el cabello ligeramente rubio y unos ojos verdes muy claros, los más hermosos que había visto jamás. Usaba una camisa a cuadros rojos y azules, arremangada hasta los codos. Pero lo que más llamó la atención de Liz fueron los pantalones vaqueros negros, y ajustados, del mismo tono que su sombrero.
Cerró los ojos, intentando dominar sus pensamientos. No era posible lo que estaba sintiendo, hasta hace unas cuantas horas ella estaba muy enamorada de Andrew. Seguro esa atracción inmediata que sentía por el hombre parado frente a ella, se debía a la terrible decepción que había sentido por Andrew.
Liz abrió los ojos para encontrarse con la mirada interrogante del hombre y no pudo evitar sentir un hueco en el estómago cuando él se sonrió.
– Me preguntaba en que viajaremos hacia el rancho de mi tía – anunció tratando de que lo decía sonara coherente.
Para Matt no pasó desapercibida la mirada de deseo con la que lo recorrió la joven. Deseaba con toda su alma poder echarle en cara que él era el tal Matthew, el repugnante pervertido con el que su padre había concertado casarla.
Pero decidió que esperaría un mejor momento para hacerlo. Si se lo decía en ese instante, no lo disfrutaría tanto como después.
– En esa camioneta – Matt señaló su 4x4 que traía el logo del Rancho Kent en el costado.
Liz asintió y se paró junto a la puerta, esperando a que el hombre se la abriera para poder subirse. Pero él no lo hizo. Arrojó las maletas a la caja de la camioneta, como si de costales de patatas se tratara, y se subió él, dejando el sombrero sobre el asiento del copiloto. El asiento que se suponía sería para ella.
Cuando Liz notó que no le abriría la puerta, lo hizo ella misma y se subió al vehículo sin decir una palabra. Él la miraba de forma extraña y ella se sentía incómoda, así que se puso el móvil al oído una vez más, solo para darse cuenta que su amiga Ashley Coleman debía de haberle cortado la llamada desde hacía mucho.
Todo el camino de ida hacia el rancho, lo habían recorrido en completo silencio. Liz había tenido que ponerse el sombrero en el regazo al sentarse, puesto que no había otro lugar para acomodarlo.
El trayecto hasta el Rancho Connor había durado poco más de media hora, durante ese tiempo ni ella ni él pronunciaron palabra alguna. Sin embargo, Liz notaba que él la miraba de soslayo intermitentemente. Ella se preguntaba por qué.
Hasta que se le ocurrió asomarse por la ventana de la puerta de la camioneta y mirarse reflejada en el espejo. Casi dio un grito. Estaba totalmente empolvada. Su cara, cabello y probablemente toda su vestimenta, lucía como si se hubiera acostaba pecho tierra. Sacó un pañuelo desechable de su bolso de mano y empezó a limpiarse. Después de vaciar casi todo el empaque plástico de los pañuelos se sintió un poco más limpia. Pero su cabello sería otra cosa. Sin un buen baño no se sacaría el polvo tan fácilmente.
Matthew pagaría por saber que era lo que ella pensaba en ese momento. Se revolvía incomoda en el asiento evitando mirarlo directamente. Igual que él, que la observaba de soslayo.
Matt había notado que él le había gustado a ella. No se sentía el hombre más guapo del mundo, pero sabía de su atractivo. Todos esos años haciendo trabajo pesado en el rancho, habían terminado por hacer que los músculos de su cuerpo fueran firmes y marcados. Y sabia que unos buenos pantalones vaqueros y camisas de algodón le quedaban mucho mejor que cualquiera de los trajes Armani que su madre le había traído en su último viaje por Europa.
Ansiaba ver la cara de ella cuando se enterara que el pervertido Matthew era él.
Llegaron a las afueras del rancho casi cuarenta y cinco minutos después de que él la encontrara en el bar de Jen. Paró la camioneta frente al cerco de hierro forjado, mientras la señorita Connor lo miraba con cara extrañada por el espejo retrovisor. Lo miró bajar las maletas una a una de la caja de la 4x4 y arrojarlas, una a una al suelo. Haciendo que una pequeña nube de polvo se levantara.
Ella quiso decir algo al ver que él se subía de nueva cuenta a la camioneta. Pero no hubo necesidad.
– ¿Qué? –Dijo él viéndola por primera vez directamente a la cara – ¿No esperará que la lleve hasta la sala de la casa? ¿O sí?
Liz no supo que decir, no entendía que sucedía.
– Miré, señorita – comenzó él al ver que la señorita Connor no tenía intención de bajarse de su 4x4 – yo solo le hice un favor a la señora Evelyn Connor, pero si no baja de la camioneta, voy a arrancar. Y usted va a terminar en el Rancho Kent, que es hacia donde me dirijo.
Ella no dijo nada, puso su cara de indignada, mientras el sonreía socarronamente, y se bajó del vehículo lo más dignamente posible. No sin antes arrojar el sombrero sobre el asiento, en un claro gesto de venganza por cómo él había tratado su equipaje. Eso solo hizo que él se riera fuertemente, con una risa ronca y gutural, mientras arrancaba a toda velocidad su camioneta.
Liz acercó su equipaje lo más que pudo, y lo dejó recargado sobre el hierro forjado del cerco que tenía grabado en la parte superior “Rancho Connor”. Tuvo que caminar por casi media milla antes de poder vislumbrar la construcción donde su tía Evelyn tenía la casa y la oficina desde donde manejaba todo el emporio ganadero Connor.
Al llegar a la puerta, sentía que sus pies le escocían, pero el camino empedrado le hubiera hecho sentir que iba por el Monte Calvario, si se hubiese quitado los zapatos para librarse de los vertiginosos tacones.
Antes de tocar al timbre, Evelyn que la había visto por la ventana, abrió de golpe la puerta y la recibió con un gran abrazo.
– ¡Hija!– Exclamó mientras la estrujaba– tenía tantas ganas de verte.
Liz, que tenía todos los huesos adoloridos, no hizo sino tratar de zafarse de los brazos fuertes de su tía.
– Tía Evelyn – dijo ella soltando el equipaje en el suelo– vengo muerta. ¿Será posible que me pueda dar una ducha con agua caliente?
–Por supuesto, hija.
Evelyn llamó a gritos a uno de los empleados de su casa para que subieran el equipaje de Liz hasta la habitación que la joven siempre había usado de niña.
Mientras el empleado, que aun era un jovencito, quince años, tal vez dieciséis, llegó corriendo a llevarse el equipaje, Liz decidió quitarse los zapatos.
Antes de subir por las escaleras, al segundo piso, Liz se giró.
– Tía… Por cierto, ¿Quién era el hombre que fue por mí al pueblo?
– El capataz del Rancho Kent. Se me pinchó un neumático al ir por ti, y Matthew – mencionó poniendo especial énfasis en el nombre masculino – el dueño del Rancho Kent, se ofreció a mandar a su capataz a recogerte, ¿Si sabes quién es Matt, no?
La pregunta parecía inocente, pero Liz sabía que no era así. Sintió como si un chorro de agua helada le cayera por la espalda. No podía ser lo que estaba imaginando. No podía ser que el dueño del rancho vecino de su tía fuera el mismo Matt con el que su padre pensaba casarla.
– No, no sé quién es. – dijo haciendo un esfuerzo por mantener la compostura. Era mejor que su tía pensara que ella no sabía nada del matrimonio arreglado. Además, Liz no sabía si su tía estaba al tanto de las intenciones de su padre.
Y sin demostrar lo mucho que la había afectado la información recién descubierta, subió haciendo gala de todo su aplomo.
Liz sabía perfectamente cuál era su habitación. Aunque no estaba como la recordaba. Los tonos rosa pastel de las paredes había sido cambiado por un elegante color marfil, y las cortinas y tapetes eran de color marrón oscuro con detalles en el mismo tono un poco más claro.
Los muebles eran los mismos, a excepción de la cama que había sido reemplazada con una mucho más grande. El jovencito dejó las maletas a un lado del buró de noche y se retiró sin hacer ruido.
Después de unos minutos, Liz se metió a la tina, el agua estaba espumosa y caliente, perfecta para relajar sus adoloridos músculos. Se miró los pies largo rato, había marcas rojas en sus dedos y unas pequeñas ámpulas empezaban a marcarse. Definitivamente, no podría usar zapatos de tacón alto por un tiempo.
Estuvo pensando largo rato en todo lo que había acontecido en esas pocas horas, y se sentía perdida. Había huido hacia el rancho de su tía, pensando en poner tierra de por medio entre ella y Andrew, para olvidarlo. Pero también había querido alejarse de su padre, hasta que ya no le doliera el pecho al pensar en que la estaba vendiendo. Y a la vez, quería huir de Boston para no tener que conocer al tal Matt.
Pero, irónicamente, resultaba que no solo había ido a parar a donde el sujeto en cuestión vivía, sino que además, el hombre estaba en el pueblo, según el comentario de su tía.
Así, que en lugar de huir de él, había terminado más cerca.
Nadie podía obligarla a casarse, eso estaba muy claro, ya no vivían en el siglo XVI, pero igual, le atormentaba la sola idea de que su padre y el hombre ese lo hubieran acordado.
Ni siquiera quería conocerlo, pero tal vez lo hiciera, solo para dejarle en claro lo que pensaba de él y lo del convenio con su padre.
Liz salió de la tina hasta que sus dedos se arrugaron y el agua se volvió fría. Salió de la ducha y miró que su ropa estaba perfectamente arreglada en el armario que había en una de las paredes. Miró y tocó la seda de sus vestidos y sus trajes sastre y pensó que no podría usarlos ahí. No quería que terminaran como su precioso vestido Chanel. Pero tampoco podía andar desnuda.
Así que decidió que al día siguiente, después de comer y dormir, por lo menos, doce horas, iría al pueblo a comprarse unos vaqueros y unas botas.
Por lo pronto eligió, un pantalón de gasa verde esmeralda y una blusa beige. Era un conjunto hermoso que le había robado le respiración en el último desfile de modas de Carolina Herrera en New York.
Pero no tenía ningún par de zapatos que combinaran con el conjunto y fueran cómodos a la vez. Así que se puso unas sandalias beiges de dos pulgadas de tacón, que eran las más bajas que traía.
Eran las cuatro de la tarde y Liz se moría de hambre, el sándwich que había comprado en la tabernucha del pueblo, no se lo había terminado, por culpa del vaquero sexy maleducado. Así que ahora su estómago reclamaba alimento.
Estaba por acercarse a la cocina, cuando el teléfono empezó a timbrar.
– ¿Si? – preguntó Liz al levantar la bocina.
– ¿Liz? ¿Qué diablos haces en Oklahoma? – la voz de su padre saltó del otro lado.
Liz no esperaba que fuera él. Se sorprendió sobremanera pero se repuso casi de inmediato.
– Vine de visita, padre – respondió tranquilamente.
– ¿Y cuando pensabas decírmelo? He estado preocupado por ti.
Como si eso fuera cierto. Seguramente lo único que preocupaba a su padre era que el “posible” marido cancelara al convenio al no poder conocerla.
Así que explotó. Liz no supo si era por lo de Andrew, lo de su padre o lo del tal Matt. Pero sintió que una rabia que nunca antes había sentido, subía por su garganta.
– No pensaba decírtelo nunca, padre. ¿Crees que no lo sé? – Preguntó refiriéndose al matrimonio arreglado, pero su padre aun no entendía – ¿crees que soy tan estúpida como para no darme cuenta de lo que tramas?
– ¿A qué te refieres exactamente, Liz? – En Douglas, la preocupación estaba dando paso a la incredulidad. Liz siempre había sido rebelde y caprichosa, pero jamás grosera.
– Al matrimonio por conveniencia al que me has comprometido. Pero si crees que lo voy a hacer estas muy, pero muy equivocado.
– Liz, no sabes lo que dices…
– ¡Oh! Claro que sí. Pero ni creas que lo haré. Ni siquiera dos millones de dólares podrían convencerme, te lo aseguro.
– Liz… por lo menos date la oportunidad de conocer a Matt, es un buen chico – Douglas ya se estaba impacientando. Liz nunca escuchaba.
– ¡Nunca! ¿Me entiendes? Prefiero mil veces el convento.
– Bien, si eso es lo que quieres… Pero no, no te enviaré al convento. Te dejaré sin ni un centavo, hasta que recapacites sobre lo que acabas de decirme y me escuches. Eres una caprichosa, acostumbrada a hacer lo que se te viene en gana, pero se acabó. Veremos cuanto te dura tu valentía.
Dicho esto, Douglas cortó la comunicación de golpe.
– ¡Bien! – gritó Liz al aparato, mientras subía corriendo a la habitación. De repente ya no tenía hambre.

Eran las once de la mañana del día siguiente cuando su tía subió a la habitación a hablarle a Liz. Ella aun seguía dormida.
La noche anterior Liz se había dormido casi de madrugada, pensando una y otra vez en lo desdichada que era su vida. Y estaba convencida que su padre creía que el dinero era lo más importante en la vida, por esa estaba segura que Douglas jamás entendería como se sentía ella al descubrir que nadie la quería y que, para él, todo giraba alrededor del dinero.
Por eso su padre creía que si la amenazaba con dejarla sin un centavo, ella regresaría corriendo a Boston, dispuesta a casarse con quien su padre eligiera, pero no. Estaba equivocado. Liz no era tan superficial como Douglas pensaba.
Que estaba acostumbrada a gastar el dinero a manos llenas, era cierto. Pero también era cierto que el dinero no lo era todo en la vida.
Liz no supo en qué momento se había quedado dormida. Pero sintió que fueron solo segundos lo que había dormido, pues casi de inmediato estaba su tía recorriendo las pesadas cortinas y dejando que el sol de Oklahoma entrará con toda su magnificencia a la habitación.
– Buenas días, hija.
– Buenos días, tía– respondió Liz, restregándose los ojos con el dorso de la mano – ¿Qué hora es?
– Pasan de la once de la mañana, por eso he venido a ver como estabas, como no has desayunado y anoche no almorzaste ¿sucede algo, Lizzy?
Liz se puso en pie acomodándose la bata, antes de responder miró dentro de su armario, no sabía que ponerse para ir a pueblo de compras.
– No, nada. Tía, estaba pensando en que no podré estar en el rancho con esta vestimenta, – dijo mirando sus zapatos “manolos” casi destrozados. – pensaba en pedirte prestado un poco de dinero y uno de los autos del rancho para ir al pueblo.
Evelyn rió.
– Lizzy, en el rancho no hay autos, solo camionetas todoterreno y caballos. Puedes tomar una de las camionetas y aquí tienes – dijo dándole unos billetes – supongo que cincuenta dólares serán suficientes.
Liz se quedó mirando el puño de billetes sin creerlo. Con cincuenta dólares solo le alcanzaría para un café. Pero no dijo nada, sonrió y los guardó en su bolso de mano.

Dos horas después estaba aparcando fuera de la única tienda del pueblo donde vendían ropa. Al parecer la mayoría de las mujeres del pueblo compraban la ropa en Oklahoma City.
Entró al local y empezó a ver las prendas. No había demasiada variedad, la mayoría de la ropa eran vaqueros azules y negros, camisetas de algodón y camisas a cuadros, tanto para hombres como para mujeres.
Se probó un par de vaqueros azul oscuro y le encantó como le quedaban. Jamás los había usado y aunque la tela no era lo que ella estaba acostumbrada, hacia que sus curvas se marcaran y que el trasero se mirara levantado y firme. No es que no lo tuviera así, pero con los pantalones vaqueros se notaba más.
Tomó diez pantalones vaqueros, ocho de diferentes tonos azules y dos de color negro; cinco camisetas de diferente color y cinco camisas a cuadros; además de tomar dos pares de botas, un par negro y un par marrón.
– Son trescientos noventa y ocho dólares, señorita – dijo la dependienta.
Liz sacó su tarjeta de crédito para pagar pero, tal como sospechaba, la tarjeta fue rechazada. Su papá le había cancelado todas las tarjetas.
Buscó en su bolso y descubrió que solo traía consigo los cincuenta dólares que su tía le había dado y unos cuantos dólares más que no sabía cómo estaban en su bolso. Ella nunca había necesitado efectivo.
– ¿Para qué me alcanza con cincuenta y seis dólares? – preguntó abochornada.
– Tal vez dos vaqueros, un par de botas y algunas camisetas.
– Bien, eso quiero.
La dependienta dejó las prendas que Liz no se iba a llevar en una pequeña cesta al pie del mostrador. Y una vez más, volvió a hacer la cuenta. Esta vez fueron sesenta y un dólares.
– Tal vez debería dejar las botas – sugirió la empleada.
– No, las necesito. Dejaré un par de camisetas.
La dependienta estaba por dejar las prendas en la misma cesta que la ropa anterior, cuando una mano masculina puso un billete de cinco dólares sobre el mostrador.
Liz se giró con una sonrisa de agradecimiento, pero la sonrisa se borró al mirar quién había dejado el dinero. Sin decir una palabra, el vaquero sexy del rancho Kent se había girado y se había marchado de la tienda.
Estuvo tentada a alcanzarlo y devolverle su dinero. Pero la dependienta ya había hecho la factura y guardado el dinero en la caja registradora. Con una sonrisa, la joven le entregó los paquetes con la ropa y las botas.
Liz se apresuró y guardó los paquetes en la camioneta, buscó al hombre con la mirada a lo largo de la calle. Lo encontró parado frente a una ferretería al otro lado de la acera.
– Hola – dijo ella, pero él no volteó– quería agradecerle lo amable que ha sido conmigo.
Liz había pensado decirlo con sarcasmo, dado la actitud agresiva de él, pero la verdad era que sus palabras habían sonado genuinas.
– No tiene nada que agradecer – respondió él, aun de espaldas, estaba acomodando unas bolsas en la caja de la camioneta.
– Le pagaré su dinero en cuanto pueda– volvió ella a hablarle.
– No es necesario.
– Insisto, no quisiera tener una deuda con usted.
Al oír eso, el joven si se giró. Alto, guapo, con vaqueros azul gastados y una camisa de franela a cuadros azules y blancos, con sombrero igual de gastado que los pantalones. La miraba con sus ojos profundamente verdes, como si intentara descifrar la actitud de ella.
– Soy Liz, bueno Elizabeth – dijo extendiendo la mano – aunque todos me llaman Liz.
– Me gusta más Elizabeth –respondió él, estrechándole la mano – yo soy…
– Jeff ¿no? Ayer escuché que la chica del bar te llamaba así.
Matt pensó en sacarla de su error, en decirle que él era el despreciable pervertido con el que la querían casar. Pero después de verla girarse frente al espejo en la tienda de ropa, mientras se probaba los vaqueros, pensó en que definitivamente si quería conocerla.
Hacía mucho que no le pasaba lo que Elizabeth le había hecho sentir. Ni siquiera con Jen. Estaba seguro que estar cerca de ella era un error, pero verla tocándose el trasero mientras se lo veía en el reflejo del espejo, había hecho que cierta parte de su anatomía cobrara vida por sí misma. Por eso no dijo nada acerca de su identidad.
La verdad era que la chica le gustaba. Le había gustado desde que la había visto en la taberna de Jen, toda sucia y llena de polvo. Pero sabía que era jugar con fuego. Ella estaba ahí solo para cazarlo. Pero si Elizabeth no se enteraba que él era Matthew Jefferson, tal vez podrían pasarlo bien juntos. Porque después de ver la cara de deseo con que ella lo miró, estaba seguro que Elizabeth también se sentía atraída por él.
– Así me dicen – respondió él, así no podría acusarlo de haberle mentido.
– Bien, Jeff, mi tía me ha dicho que trabajas en el Rancho Kent, también te debo un agradecimiento por haberme acercado al rancho de mi tía. Ya te debo dos.
Y sonriendo, la chica se despidió y cruzó la calle, subiéndose a la camioneta aparcada al otro lado. Había dejado en el ambiente un aroma a fresas dulces, que le parecía delicado y delicioso, como ella.
La chica le gustaba, no era lo que él había imaginado en un principio y ciertamente era más atractiva de lo que él hubiera querido. Tenía una cintura pequeña y un trasero redondo y apetecible. El cabello rubio recogido en una coleta y los ojos grises grandes y expresivos. Le gustaba mucho, era muy hermosa. Y, exceptuando lo que había escuchado en la taberna de Jen, era más educada de lo que habría apostado. Pero seguro todo era un gancho.
Había mencionado que su tía le dijo que él trabajaba en el Rancho Kent, y tal vez, en la mente de la chica, lo veía a él como una posibilidad de acercarse al dueño del rancho. Aunque esa idea era demasiado descabellada, y tal vez, la chica solo quería agradecerle.
La había visto llegar a la tienda de ropa de Anna Benson y no había podido evitar seguirla. Le había llamado la atención el vestido amarillo y los zapatos cerrados de tacón que traía puestos, nadie vestía así por esos lares. Pero casi le da un paro cardiaco al verla salir del probador para mirarse en el espejo como le ajustaban los pantalones vaqueros.
Se veía demasiado sugestiva con esa prenda, nunca lo hubiera imaginado, pero era casi como si no trajera nada encima. Cada curva de su cuerpo era sensualmente resaltada, sin hablar de que había salido descalza y sin sujetador bajo la camiseta de algodón blanco que también se había probado.
Y se había sentido apenado por ella al ver que las tarjetas de crédito eran rechazadas, fue ahí cuando entendió el por qué el padre le estaba buscando marido rico. Seguro estaban en la quiebra. Había decidido marcharse de la tienda sin hacer ruido, pero al ver la expresión de ella al buscar efectivo y que no le alcanzara, lo apenó aun más.
Con una sonrisa triste, la chica había devuelto más de la mitad de las prendas que pensaba comprar, y aun así no le había alcanzado. Así que hizo lo más sensato que pudo, le dejó un billete sobre el mostrador para que pudiera pagar, y se marchó sin decir nada.
No contaba con que ella lo alcanzara para agradecerle. Tampoco contaba con que la chica oliera delicioso. Con un suspiro, subió a su camioneta. Dispuesto a no seguir pensando en ella. Porque de una cosa si estaba seguro, él no se iba a casar. Ni con ella, ni con Jen, ni con nadie.







Capítulo III



Evelyn escuchó llegar a Liz, casi dos horas después de haberse marchado. La oyó subir a su habitación mientras tarareaba. Había sucedido que mientras Liz estaba de compras en el pueblo, Douglas la había llamado, para decirle que la joven se negaba a conocer a Matthew y que mientras no entrara en razón acerca de su comportamiento impulsivo, él le había retirado el apoyo económico.
Y además, le pedía a ella que no le diera dinero, que si Liz quería algo, debía trabajar por ello.
Evelyn no le comentó que ya le había dado cincuenta dólares, porque de todas formas y conociendo a su sobrina, seguro que ese dinero no le alcanzaba ni para comprar un helado.
Dejó de lado los papeles que estaba revisando y subió a la segunda planta, encontró a Liz acomodando las bolsas que había traído del pueblo.
– ¿Qué has comprado, hija?
Liz se giró sonriendo y le enseñó el par de vaqueros, las botas y tres camisetas de algodón, una blanca, una roja y una marrón.
– ¿Te gustan?
Evelyn la miró sorprendida, nunca hubiera imaginado que su sobrina compraría aquello, tomando en cuenta que no hay ninguna tienda Prada en el pueblo.
– Sí, claro. Son más propios para andar en el rancho que tus vestidos de diseñador. ¿Te alcanzó con cincuenta dólares para todo eso?
– La verdad, no. Pero no te preocupes… yo traía un poco de efectivo – dijo, omitiendo la parte donde Jeff le había prestado.
– Tu padre me llamó mientras no estabas – dijo a bocajarro.
– ¿Y qué quería? – pregunto Liz sin ánimo.
– Decirme que habían discutido, y que ya no te daría dinero. ¿Por eso me pediste prestado?
– En parte. Ya sabía que él iba a cancelarme las tarjetas, pero igual, no pensaba gastar un céntimo de él.
– Hija – dijo Evelyn muy seria, mirándola a los ojos – esta es tu casa, aquí no te faltará comida y techo. Pero no puedo estar dándote dinero.
Liz dejó lo que estaba haciendo para sentarse en la cama a un lado de su tía.
– El rancho no va bien – mintió Evelyn – y si quieres tener efectivo, tendrás que trabajar, como todos aquí.
Liz lo entendía. No pensaba quedarse en casa de su tía de arrimada, pero ella no sabía hacer nada.
– Por supuesto, tía. Te ayudaré con lo que tú quieras en el rancho, ¿Por qué crees que he comprado vaqueros? – dijo la joven con una sonrisa.
Evelyn le palmeó la pierna y se levantó de la cama.
– De acuerdo, mañana te diré cuales serán tus labores. Descansa, la cena se servirá a las seis.
Dicho esto, la mujer mayor salió de la habitación dejando pensativa a Liz. No creía que el negocio de su tía estuviera en crisis. El rancho de Evelyn era el que proveía de carne a los hoteles de su padre. Era sumamente extraño.
Aunque conociendo a Douglas, seguro le había cancelado el contrato a su tía, al enterarse de que la había refugiado.
Se dio una ducha antes de bajar a cenar. Se había puesto el pantalón azul que se había medido en la tienda con la camiseta marrón y las botas del mismo color. Al verse al espejo no se reconoció. Llevaba el pelo recogido en una coleta simple y no traía maquillaje, incluso se veía más joven.
Durante la cena, Evelyn y ella hablaron de muchas cosas, pero ya no tocaron el tema de su padre. Eran casi las ocho cuando su tía se despidió para irse a dormir y le recomendó lo mismo a Liz.
Pero la joven no podía dormir. Así que pasó gran parte de la noche hablando con su amiga Ashley Coleman. Y ya muy entrada la madrugada se quedó dormida, soñando en cómo se vería Jeff sin sus camisas de franela a cuadros. Liz estaba segura que debía tener unas abdominales increíbles a juzgar por sus bíceps que se notaban bajo la camisa arremangada.


Liz no podía creer la hora a la que su tía la había levantado. Miró el reloj dos veces para comprobar que no estaba en un error. Su tía Evelyn la había despertado a las tres y media de la mañana. Eso quería decir que hacía solo dos horas que se había dormido.
– Los trabajadores vendrán a desayunar a las cuatro y media. Tienes que tener preparado el desayuno para esa hora.
– ¿Perdón? – dijo Liz, todavía seguía dormida. Eso debía ser, pues no entendía lo que su tía le decía.
– Si, hija. Ayer dijiste que me ayudarías con el rancho, así que he pensado en que podías ocuparte de las comidas. Ya te dije que el rancho no estaba pasando por un buen momento y he despedido a las cocineras, pensando en que tal vez tú y yo podríamos encargarnos de esto.
Evelyn mentía descaradamente. La realidad era que les había dado vacaciones por un mes, pero les había aclarado que tal vez las llamara antes, pensando en que Liz no duraría mucho en el rancho al ver lo duro que se tenía que trabajar en él.
– Esta mañana ya he recogido los huevos para el desayuno, pero mañana tendrás que hacerlo tú. Así que cámbiate y alcánzame en la cocina.
Nada más su tía hubo salido de la habitación, Liz se enterró entre las almohadas y se volvió a quedar dormida.
Veinte minutos después, Evelyn entró de nuevo a la habitación.
– Sé que es pesado para ti – le dijo a Liz quitándole las almohadas de la cabeza y desenterrándola de las sábanas – pero los muchachos tienen que salir a pastar las vacas a las cinco, si no comen antes de las cuatro y media, no alcanzará el tiempo. Vístete ya, te espero en la cocina.
Liz no lo podía creer. Aun con los ojos cerrados se levantó de la cama y se puso la ropa de la tarde anterior. Bajó a la cocina despeinada y con la ropa arrugada.
–Agárrate el pelo, no queremos que caiga en la comida – dijo Evelyn con una sonrisa, mientras sacaba una hogaza de pan del horno.
– ¿Lo horneaste tu, tía?– preguntó Liz al sentir el aroma del pan recién hecho.
– Por supuesto, hija. ¿Quién más?
– ¿Pues a qué hora te levantaste?
– A las dos. – Dijo partiendo el pan en rebanadas – ahora, sirve veinte tazas de café y ayúdame a sacar el tocino del sartén, no queremos que se queme.

Una hora después, los veinte trabajadores del rancho ya habían desayunado y salido al campo a realizar sus labores. Liz no quiso ni desayunar. Estaba exhausta y se había acostado en la cama con todo y la ropa salpicada de grasa de tocino frito. Se quedó dormida hasta con las botas puestas.
Poco después su tía volvió a subir a su habitación para hablarle.
– Hija –dijo tocándola del hombro – ya casi son las once, debemos preparar el almuerzo.
– ¿Tan pronto? – preguntó Liz con la cara enterrada en la cama. Sentía que una aplanadora le había pasado por encima.
– Los muchachos almuerzan a las doce y cenan a las cinco. Tú y yo debemos preparar las tres comidas, ya te lo había dicho. – Evelyn sonrió al ver la cara de su sobrina – vamos, solo serán unos días, verás que pronto te acostumbras.


Pero no. Después de que pasó casi una semana y Liz no se acostumbraba, supo que esa vida no era para ella. Había tenido que levantarse a las tres de la mañana todos los días, recoger los huevos del desayuno y la leche, que el jovencito aquel que había subido sus maletas el día que llegó, ordeñaba a diario.
No le quedaba tiempo más que para dormir y ducharse. Ahora tenía hambre cada vez que estaba despierta. Dormía todo lo que podía, pero seguía estando cansada. Además ayudaba a limpiar la casa. Nunca hubiera imaginado que sería tanto trabajo. Pero su tía trabajaba igual, o incluso más que ella y no se quejaba. Pues además de todo el quehacer diario, su tía también se encargaba de la parte administrativa del rancho.
A Liz solo le quedaban libres un par de horas después de la comida y antes de la cena. Las usaba para cabalgar un poco por el rancho. Aunque ella no era una buena amazona, siempre había sabido cómo montar. Su padre le había pagado caras clases de equitación, aunque en Boston jamás las había necesitado.
Pasear por los linderos del rancho se había vuelto una afición después de que al segundo día se había topado con que Jeff desmontaba muy cerca de ahí y se ponía a…, bueno, Liz no sabía exactamente a qué, pero lo veía meter la cabeza dentro del cofre de una camioneta amarilla desvencijada.
Quería pensar que trataba de arreglar su motor. Pero independientemente de qué era lo que él hacia allí, a Liz le encantaba verlo quitarse la camisa. Y si, efectivamente, tenía unos abdominales impresionantes. Lo miraba a hurtadillas, escondida entre los árboles pegados al lindero. Disfrutaba verlo moverse, sacar y meter herramientas al motor de la camioneta, ver como trataba de limpiarse la grasa y solo lograba embarrársela más.
Pero ya no había vuelto a cruzar palabra con él. Tampoco es que lo hubiera intentado, Liz sospechaba que ella no le caía bien a Jeff, pero aun tenía una deuda con él. Le debía cinco dólares.
Sonrió, nunca pensó que tal cantidad de dinero se podría volver tan importante para ella. No quería reconocerlo, pero era porque ese dinero le daba la excusa perfecta para poder ir a buscarlo al Rancho Kent sin levantar sospechas.
Liz miró su reloj, faltaba poco para las cuatro de la tarde y tenía que ir a preparar la cena. Caminó hasta llegar a donde había amarrado su caballo. El primer día que lo encontró, Jeff casi la pillaba por culpa del relincho de su animal. Así que como no quería que él la descubriera, dejaba al caballo atado lo más lejos posible.



Otra vez el perfume de Elizabeth lo embargaba, era como si ella estuviera presente todo el tiempo. Por las mañanas no tenía problema, con tanto trabajo en el rancho solo pensaba en ella cuando comía. Aunque también soñaba con ella por las noches.
Pero cada tarde, al ir a donde estaba abandonada la vieja camioneta Ford F-100 de su padre, no podía evitar pensar en ella y si cerraba los ojos, podía olerla. Tal vez se estaba volviendo loco, pero así era.
No había podido dejar de pensar en Elizabeth. En su aroma, en sus ojos, en la suavidad de su piel al estrechar su mano. Y no podía evitar imaginarse tomándola en sus brazos y saborearla.
Sabía que debía dejar esos pensamientos, pero no podía. No entendía su comportamiento. Estaba por creer que se le estaba convirtiendo en obsesión. Solo porque sabía que no podía tenerla. O mejor dicho, porque sabía que si la tenía tendría que haber boda de por medio.
Y eso si que no. No volvería a cometer el mismo error tres veces. Creer que podía casarse y tener una familia, solo para darse cuenta de que no era así.
Ya había sufrido demasiado escarnio público.




Cuando Liz llegó a casa, su tía Evelyn le tenía una sorpresa. Haría una fiesta para festejar Año Nuevo y tenía pensado invitar a los trabajadores del rancho y a algunos amigos.
A Liz no le agradó tanto la idea. Eso significaba más trabajo. Pues no creía que su tía contrataría a una empresa de catering, seguro ellas mismas harían todo. La comida, la decoración, la música. Nada más de pensarlo, Liz se fatigaba.
– Quiero pedirte que vayas al pueblo a hacer las compras para la fiesta. – Dijo Evelyn acercando su bolso.
– Pensé que el rancho iba mal – externó Liz.
– Bueno, será una fiesta sencilla, tampoco voy a gastar cien mil dólares. Como lo hace tu padre cada vez que da una fiesta. Y hablando de dinero, toma.
– ¿Qué es esto? – preguntó Liz tomando los billetes que su tía le extendía.
– Es tu paga, hija. – dijo sonriendo. – claro, te desconté los cincuenta dólares que te di la semana pasada.
– Gracias, tía. No me lo esperaba.
– Entonces, ¿irás a traer lo que falta para le cena de año nuevo?
– Claro que si, tía. Con mucho gusto.
– Que bien, porque necesito pedirte otro favor. Quiero que lleves la invitación para la cena al Rancho Kent. Invitaré a Matt y a Abygail a cenar. Abygail es la madre de Matt – aclaró Evelyn al notar que su sobrina levantaba una ceja. No quiso aclararle a su sobrina que Abygail no estaba en Oklahoma, que aun seguía en Boston y que lo más probable era que Matt asistiera solo a la fiesta. – Los conocerás y seguro congeniarán. Espero que Matthew y tú se hagan buenos amigos.
– Seguro, tía, yo llevo la invitación. – Liz quiso decir que no quería conocer ni a Matthew ni a su madre, pero no quería desilusionar a su tía. Se veía tan emocionada. – haré eso mañana temprano. Ahora hay que preparar la cena.
– Sí, hija. Los muchachos ya están terminando de meter las vacas a los establos.


Al día siguiente, ya que hubieron dado de desayunar a los trabajadores del rancho y después de terminar de limpiar la casa, Liz salió muy temprano a comprar los suministros para la cena.
Condujo hasta Roostvalley sin saber qué hacer. Tenía la invitación, que su tía le diera para los Kent, sobre el tablero de la camioneta y no se decidía a llevarla en persona. No quería conocer a Matt ni que él la conociera a ella.
Pero tampoco podía decirle a su tía que había olvidado llevar la invitación al Rancho Kent.
Al cabo de una hora, había terminado con las compras. La mayoría de lo que iban a necesitar, se producía en la huerta que había en el rancho. Pero algunas cosas si era imprescindible ir al pueblo a comprar. Como el licor que ofrecerían en la cena.
Estaba subiendo las compras a la camioneta, cuando miró que estaban abriendo la tienda donde se había comprado la ropa la semana anterior.
Pensó que debía comprarse un par de vaqueros más y las botas negras que tanto le habían gustado.
Entró a la tienda y se quedó solo un cuarto de hora. Ya sabía lo que quería. Se llevó unos pantalones negros de gamuza y unos beiges, además de las botas negras y dos suéteres, uno color rojo cereza y el otro rosa pálido, todo por la módica cantidad de setenta y nueve dólares. Liz no lo podía creer. Y todo ello fruto de su arduo trabajo.
Se sentía tan orgullosa de sí misma, que deseaba que su padre la viera. Solo para que Douglas comprobara que no era una chiquilla mimada y caprichosa. Era una mujer, y además una mujer que sabía ganarse el dinero que se gastaba.
Estaba subiendo las bolsas de las compras al asiento del copiloto de su vehículo, cuando miró la camioneta del Rancho Kent estacionada unos metros más abajo en esa misma acera. Instintivamente buscó a Jeff con la mirada, nunca le había pasado lo que ahora sentía. Esa sensación de ansiedad y desesperación por saber donde estaba, por verlo y por poder hablar con él. Ni siquiera le había pasado algo similar con Andrew, y Liz estaba convencida de que era el amor de su vida. Y sospechaba que debía agradecerle a Jeff el hecho de que ahora habían disminuido drásticamente los sueños donde Liz miraba a Dominic y Andrew desnudos.
 Con una sonrisa y un billete de cinco dólares en la mano se dispuso a ir a esperarlo a la camioneta que él conducía. Tras cinco minutos de estar aguardando, se exasperó. Ella no estaba acostumbrada a estar esperando por lo que quería, simplemente lo tomaba. Y en esta ocasión aunque era algo diferente, se podía decir que podía aplicar esa filosofía de vida. Ya no iba a esperarlo, iba a buscarlo.
Miró a su alrededor, tratando de imaginar en donde, un hombre como él, podía estar a esas horas de la mañana.
En la calle, que era la principal del pueblo, no había muchos lugares donde Jeff pudiera estar. Había una veterinaria, la tienda de suministros, la de ropa, la ferretería, una farmacia junto al consultorio médico, una oficina que al parecer era del periódico local, la estación de policía, la de bomberos, un poco más abajo estaba la terminal de autobuses y frente a ella el bar del pueblo.
Le hubiera gustado no haber visto la camioneta aparcada frente a la estación de bomberos. Porque daba la casualidad que justo en ese momento Jeff estaba saliendo del bar y pegada a él como una lapa, la chica que servía los tragos en la barra.
A Liz se le borró la sonrisa cuando la chica le giró el rostro a Jeff con la mano y lo atrajo hacia ella para darle un apasionado beso en la boca. Él no respondió con la misma intensidad, pero respondió. Y eso significaba que ellos dos tenían una relación.
 – ¡Maldición!
Se encaminó, casi corriendo, los metros que la separaban de su camioneta. Se metió el billete de cinco dólares a la bolsa de los vaqueros y se subió al vehículo dando un portazo.
¿Por qué se sentía así? Triste y decepcionada.
 – Maldición, maldición.
Puso la cabeza entre sus brazos, recargados sobre el volante de la camioneta. Suspiró varias veces para calmarse. Se sentía realmente afectada. Ella nunca imaginó que Jeff tuviera una relación. Se quedó ahí por casi diez minutos, intentando descubrir por qué le dolía tanto el pecho.
– Elizabeth – dijo el dueño de sus pensamientos junto a la ventanilla del copiloto – ¿Te sientes bien? He notado que estabas ahí, sin moverte y me he preocupado.
Entonces Liz tuvo su respuesta. Se sentía así porque Jeff le gustaba. Y le gustaba más que cualquier otro de los chicos con los que salió en el pasado. Le gustaba más que Andrew.
– Sí, estoy bien – respondió levantando la cabeza y mirándolo, quiso sonreírle, pero seguro solo fue una mueca – me duele un poco la cabeza.
– ¿Quieres ir al médico? Está aquí cerca.
– No, gracias. Estoy bien, seguro es porque últimamente he dormido muy poco.
– ¿Quieres que te lleve al rancho de tu tía? Si estás cansada no debes conducir.
– No, de verdad, estoy bien.
– De acuerdo – dijo él haciendo una inclinación con el sombrero Stetson – si necesitas algo, avísame, estaré en la veterinaria.
– Espera – dijo ella, recordando que aun no le pagaba el dinero que le debía – toma, es el dinero que me prestaste.
Jeff tomó el billete que ella le extendía y la miró como si de un extraterrestre se tratara.
– ¿Qué es esto?
– Ya te lo dije, es el dinero que me prestaste la semana pasada. No pensabas que no te pagaría, ¿o sí?
Aunque él no contestó, esa fue una respuesta para Liz. Seguro Jeff también pensaba que ella no era más que una niña rica mimada. Y darse cuenta de ella, le dolió. Pero no dijo nada al respecto.
– ¿Sabes? Me da gusto verte – la cara de él cambió, parecía sorprendido – así me evitas una vuelta al Rancho Kent, mi tía me pidió que llevara esta invitación a Matthew y Abygail Kent.
Él tomó la invitación que ella le extendía con cierto recelo.
– Es para ésta noche, mi tía ofrecerá una cena de Año Nuevo y quiere que sus vecinos la acompañen. ¿Me harías el favor de entregarla por mí? Tengo muchas cosas que hacer aun. – le dijo ella, omitiendo el hecho de que no tenía ganas de ver a Matthew Kent ni en pintura.
– Seguro – respondió él, metiéndose el sobre en la bolsa de su camisa.
Y sin decir nada más se encaminó hacia la veterinaria. Cuando ya no pudo verlo, Liz encendió la marcha y se fue al rancho profundamente afectada.
Se había calmado bastante en el trayecto, aunque aun no podía dejar de pensar en Jeff y en la chica.
Era absurdo. Algo malo debía haber hecho en otra vida, o Dios le estaba cobrando algo, porque primero pasaba que Andrew era homosexual y ahora Jeff tenía novia. Nunca le había pasado eso. Cualquier chico que a ella le gustara, simplemente lo tenía.
Jimmy, el joven empleado que le llevaba la leche recién ordeñada en la mañana, se apresuró al verla llegar y le ayudó a bajar las bolsas de las compras. Al entrar a la cocina, parecía sacada de una postal navideña. Su tía tenía la mesa llena de platillos listos y humeantes.
– Me he adelantado un poco. – Dijo Evelyn cerrando la puerta del horno con sumo cuidado – Los muchachos ya no tardan en venir a comer y pensé que tardarías más en el pueblo.
Liz sonrió poniéndose el delantal.
– ¿Has hecho todo esto tu sola, tía?
– Sí, hija, ¿qué te parece?
– Insólito. Yo no podría hacerlo sola – dijo sonriendo – ¿Qué falta por hacer?
Y tras unas breves instrucciones, Liz se puso manos a la obra.

Al mediodía compartieron el almuerzo con los trabajadores del rancho y para las cuatro de la tarde después de haber preparado todo lo necesario para la cena, subió a su cuarto a ducharse.
Todavía no sabía cómo le diría a su tía que no iba a estar presente durante la cena. Seguro le decía que no importaba, pero a Liz le preocupaba decepcionarla, porque se había esmerado muchísimo en la cena. La sala había quedado increíble y el comedor también. Además que toda la casa olía a comida exquisita.
Pero de verdad, no tenía ganas de conocer a Matthew.
Se puso el suéter rojo cereza, los pantalones negros de gamuza y las botas a juego. Se dejó el pelo suelto y se maquilló. Se miró en el espejo y sonrió. Lo único que le faltaba era un sombrero, para completar el atuendo.
Estaba por salir por la puerta principal, cuando su tía sacó la cabeza por la puerta de la cocina.
– ¿Hija, vas a salir? El pavo casi está listo y está quedando delicioso.
– Si tía, saldré. Es que tengo una cita con un muchacho esta noche – mintió descaradamente.
– Pero… ¿no cenarás con nosotros?
– No lo sé, tía. Te prometo volver lo más pronto que pueda. – Volvió a mentir – espero llegar antes de que sirvas la cena.
– De acuerdo, serviré la cena a las siete. ¡Ah! Por cierto, mañana les daré el día libre a los empleados, puedes levantarte a la hora que te plazca.
Liz sonrió, tenía ganas de dormir hasta las dos de tarde, como antes.
– Me llevaré la camioneta, tía.
– Claro, hija. No vengas muy tarde. Y espero que mañana me cuentes como te fue en tu cita y con quien fue. – Evelyn tuvo que gritar la última frase, porque Liz ya estaba cerrando la puerta principal.

El plan inicial era pasar la tarde en el pueblo, buscar un restaurante y cenar tranquilamente sin tener que verle la cara a Matt.
Pero no contaba con que el único restaurante del pueblo estaría cerrado.
Se quedó casi una hora dentro de la camioneta, charlando por teléfono con Ashley. Su amiga se mostraba bastante sorprendida por la nueva actitud que ahora tenía Liz.
– No sé qué te pasó, pero parece que has madurado de la noche a la mañana.
– La verdad no sé explicarlo – dijo Liz, acurrucándose en el asiento, la noche estaba por caer y la temperatura había bajado de pronto – Creo que si he madurado, aunque todavía no sé que voy a hacer con mi futuro. No quiero pasar el resto de mi vida levantándome a las tres de la mañana. Pero tampoco puedo volver a casa con papá.
– Ven a casa con nosotros, – insistió Ash – sabes que aquí eres bien recibida. ¿Volverás a la Universidad? El semestre empezará en una semana.
Ashley llevaba meses insistiendo en que Liz debía volver a la universidad. Hacía más de un año que la había abandonado, diciendo que los estudios no eran para ella.
– Sé que soy bien recibida en tu casa, pero tía Evelyn de verdad necesita ayuda en el rancho. Y respecto a la universidad, aun no sé si volveré.
– Pero…
Repentinamente la conversación se cortó. Liz intentó llamar de nuevo, pero al parecer el crédito de su teléfono móvil se había agotado. Sonrió irónicamente. Seguro su padre le había cancelado la suscripción. Arrojó el móvil a la guantera y estaba por poner la camioneta en marcha cuando notó que varias personas entraban al bar del pueblo.
Miró la hora en su reloj y notó que apenas iban a dar las siete. Si volvía al rancho ahora, seguro le iba a tocar tener que ver a los Kent. Y no quería.
Así que se bajó de la camioneta dispuesta a entrar en el bar. Tal vez un par de tragos le aclararan la mente.
La música country sonaba a todo volumen. Había un grupo tocando en el templete y muchas parejas bailando.
El local estaba tan iluminado y tan arreglado que no parecía el mismo de una semana antes. Se acercó a la barra y miró a la rubia, que esa misma mañana besaba a Jeff, ataviada con unos vaqueros ajustados y una blusa tipo corsé, sirviendo tragos al por mayor.
– ¿Tienes piña colada? – preguntó Liz casi a gritos, tratando de que su voz sonara más fuerte que la de los músicos que golpeaban el piso de madera con las suelas de las botas.
– Lo siento, cariño, solo hay whisky y cerveza, ¿Qué te sirvo?
– Dame un whisky. Doble.
Cuando se lo dieron, se giró sobre su silla y se puso a ver a las personas bailando. Ella nunca había bailado country. De hecho, era la primera vez que veía ese tipo de baile. Al cabo de unos minutos, y al sentir el alcohol en su estómago, decidió que no era bueno seguir bebiendo sin haber comido nada desde las doce de mediodía.
– ¿Tienes algo para cenar?
– ¿Qué? – preguntó la bartender, el ruido de la música no la dejó escuchar claro.
– ¡Que si tienes algo para cenar!– preguntó Liz un poco más fuerte.
– Oh, por supuesto. Hay pizza de pepperoni y hawaiana. ¿Cuál quieres?
– Dame de las dos, muero de hambre.
 Le acababan de dar el plato con dos enormes rebanadas de pizza, cuando lo miró entrar, venía vestido con una camisa azul oscuro, pantalón negro y el mismo sombrero que le había visto la primera vez que lo conoció ahí mismo. En ese bar.
– Santo Dios – exclamó Liz al ver como Jeff sonreía por algo que una chica se acercó a decirle al oído.
Justo en ese momento la música paró y la bartender la miró muy seria. Seguro la chica la había escuchado expresarse así de Jeff, y Liz no pudo evitar sentirse apenada. La mujer no dijo nada, solo dejó un par de servilletas de papel a un lado del plato y siguió sirviendo tragos.
Cuando la música empezó de nuevo, Jeff se encaminó hacia la barra, justo a donde Liz se encontraba sentada. Pero ella estaba segura de que él no la había visto aun. Cruzó por medio de la abarrotada y singular pista de baile, hasta llegar a donde estaba la bartender.
Liz se giró para esconder el rostro en el plato de la pizza. Pero no pudo evitar mirar de soslayo hasta donde estaba la pareja. Notó que Jeff le dijo a la mujer algo al oído, e instintivamente la chica volteó a verla. Respondió algo, mirando a Liz directamente y entonces fue cuando él notó que ella estaba ahí, a solo unos pasos de distancia.
Liz dejó un par de billetes sobre la barra y se salió del bar lo más rápido posible. Se sentía estúpida y fuera de lugar. Ella nunca había actuado así.
Apenas iban a dar las ocho y seguro ya estaba por terminar la cena, así que tomando en cuenta el tiempo que le tomaría conducir hasta el rancho, probablemente ya no se toparía con Matthew Kent. Estaba por subirse a la camioneta, cuando alguien la detuvo del hombro.
– Elizabeth – la voz era tan familiar, que parecía que la había escuchado toda su vida.
– Jeff.
– Has olvidado tu pizza – dijo entregándole un paquete desechable. – pensé que habría una cena de Año Nuevo en el Rancho Connor.
– Si, así es.
– ¿Y por qué no estás en ella?
– Tenía ganas de pasar Año Nuevo sola, para no perder la costumbre – dijo en un tono de broma sarcástica.
Liz siempre pasaba sola esas fechas, su padre siempre estaba ocupado. Por eso le había sonado raro que quisiera compartir la cena de Navidad con ella. Claro, después descubrió cual era el motivo real.
– Gracias, creo que me comeré mi pizza dentro de la camioneta.
Cuando Liz tomó el paquete que le daba, él no pudo evitar mirar las ampollas que tenía en las manos.
– ¿Qué te ha sucedido? – dijo pasando los dedos sobre sus manos lastimadas, Liz sintió casi como si fuera una caricia.
– He estado haciendo un poco de “trabajo manual” en el rancho de mi tía – dijo retirando la mano como si el contacto con él la quemara.
– ¿Trabajo manual? ¿Qué clase de trabajo manual?
– No es nada, solo he estado ayudando con los quehaceres del rancho.
Él se quedó sumamente sorprendido, había pensado que Elizabeth había ido a pasar un tiempo al Rancho Connor para atrapar a “Matthew Kent” o inclusive de vacaciones, pero no para trabajar.
– Bien, nos vemos otro día – dijo él retirándose y dejándola parada en medio de la acera con el paquete desechable en las manos.
Se quedó ahí, deseando haber dicho algo para que él no se retirara y permaneciera con ella. Pero notó que entraba apresurado al bar, seguro estaba desesperado por ir al encuentro con la exhibicionista que tenía por novia.
No lo culpaba, la chica era demasiado llamativa y tenía una forma de usar los escotes que seguro aclamaban la atención de cualquier hombre.
Arrojó el paquete a un bote de basura que estaba en la acera, y se subió a la camioneta, estaba tan triste que ya no le importaba encontrarse con Matt Kent y toda su parentela.

No hay comentarios: